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                          El buey cebado - Saki






                          Theophil Eshley era artista de profesión y pintor de ganado por fuerza del entorno. No ha de suponerse que viviera de la cría de reses o de la lechería, en una atmósfera saturada de cuernos y pezuñas, banquillos para ordeño y hierros de marcar. Residía en una zona que parecía un parque salpicado de quintas y que escapaba por un pelo al deshonor de los suburbios. Un lado del jardín lindaba con un pradito pintoresco, en donde un vecino emprendedor apacentaba unas vaquitas pintorescas de pura cepa Jersey. En las tardes de verano, hundidas hasta las rodillas en el pasto crecido y a la sombra de un grupo de nogales, las vacas descansaban mientras la luz del sol caía en parches sobre sus lisas pieles leonadas. Eshley había concebido y ejecutado una linda pintura de dos vacas lecheras reposando en un marco de nogales, pasto y rayos de sol filtrados, y la Real Academia la había colgado como correspondía en las paredes de la Exhibición de Verano. La Real Academia fomenta hábitos ordenados y metódicos en sus pupilos. Eshley había pintado un cuadro pasablemente bien logrado de unas vacas que dormitaban de modo pintoresco bajo unos nogales; y así como empezó, así, por necesidad, hubo que continuar. SuPaz del mediodía, un estudio de dos vacas pardas a la sombra de un nogal, fue seguido por Refugio canicular, un estudio de un nogal que daba sombra a dos vacas pardas. A su debido turno aparecieronDonde los tábanos dejan de fastidiar, El asilo del hato y Sueño en la vaquería, todos ellos estudios de vacas pardas y nogales. Los dos intentos que hizo por romper con su propia tradición fueron grandes fracasos: Tórtolas espantadas por el gavilán y Lobos en la campiña romana fueron devueltos a su taller bajo el baldón de abominables herejías; y Eshley fue elevado otra vez al favor y la gracia del público conUn rinconcito umbrío donde sueña el letargo de las vacas.
                          Una bonita tarde de finales de otoño, cuando daba los últimos toques a un estudio sobre las yerbas del potrero, su vecina, Adela Pingsford, asaltó la puerta del taller con golpes duros y perentorios.
                          -Hay un buey en mi jardín -anunció, a modo de explicación por aquel allanamiento tempestuoso.
                          -Un buey... -dijo Eshley, en tono indiferente y harto presumido- ¿Qué clase de buey?
                          -¡Oh, no sé de qué clase! -respondió con brusquedad la dama-. Un buey común, o de jardín, como se dice en jerga. Y lo del jardín es lo que me molesta. Al mío acaban de ponerlo en orden para el invierno, y un buey vagando por ahí no va a mejorar las cosas. Además, los crisantemos están empezando a florecer.
                          -¿Cómo se metió al jardín? -preguntó Eshley.
                          -Me figuro que por la puerta -dijo la dama, llena de impaciencia-. No puede haber escalado los muros, y no creo que lo hayan tirado de un avión para anunciar el caldo Bovril. La pregunta importante por ahora no es cómo entró, sino cómo sacarlo.
                          -¿Y no quiere irse? -dijo Eshley.
                          -Si estuviera muy ansioso por hacerlo -dijo Adela Pingsford con bastante enfado-, yo no habría venido aquí a charlar con usted al respecto. Estoy prácticamente sola; la criada tiene la tarde libre y la cocinera anda postrada con un ataque de neuralgia. Si algo aprendí en la escuela o después en la vida sobre cómo se saca un buey enorme de un jardín pequeño, se me acaba de borrar de la memoria. Sólo se me ocurrió pensar que usted es mi vecino y que es pintor de reses, presumiblemente más o menos versado en los temas que pinta, y que tal vez podría darme una ayuda mínima. A lo mejor me equivoqué.
                          -Pinto vacas lecheras, en efecto -admitió Eshley-, pero no podría afirmar que haya tenido la menor experiencia en arrear bueyes extraviados. Lo he visto hacer en el cine, por supuesto, pero siempre había caballos y muchos otros accesorios. Además, nunca se sabe qué tanto es simulacro en esas cintas.
                          Adela Pingsford no dijo nada, limitándose a guiarlo hasta el jardín. En condiciones normales era un jardín de tamaño aceptable, pero se veía pequeño comparado con el buey, una gran bestia manchada, de un rojo opaco en la zona del cerro y la cabeza, pasando al blanco sucio en los lados y cuartos traseros, con orejas hirsutas y grandes ojos inyectados de sangre. Su parecido con las delicadas novillas de corral que Eshley estaba acostumbrado a pintar era el mismo que habría entre el jefe de un clan de kurdos nómadas y la empleada japonesa de una casa de té. Eshley permaneció muy cerca del portillo mientras examinaba la apariencia y actitud del animal. Adela Pingsford seguía sin decir nada.
                          -Se está comiendo un crisantemo -dijo al fin Eshley, cuando el silencio se volvió insoportable.
                          -¡Qué detallista es! -dijo Adela, con sorna-. ¡Como que usted lo nota todo! De hecho, ahora mismo el buey tiene seis crisantemos en la boca.
                          Iba siendo imperioso hacer algo. Eshley dio un paso o dos en dirección al animal, dio algunas palmadas e hizo algunos ruidos del tipo "¡sus!" y "¡uste!". Si el buey los escuchó, no dio señas externas de ello.
                          -Si algún día se cuelan las gallinas en mi jardín -dijo Adela-, con toda seguridad mandaré por usted para que las espante. Hace "¡sus!" divinamente. Pero, por el momento, ¿le importaría tratar de echar a ese buey? Mire: acaba de emprenderla con un Mademoiselle Louise Bichot -añadió, con una calma glacial, mientras la enorme boca trituraba un ramo de color naranja encendido.
                          -Ya que ha sido tan franca respecto a la variedad del crisantemo -dijo Eshley-, no tengo inconveniente en informarle que éste es un buey de raza Ayrshire.
                          La calma glacial se descompuso. Adela Pingsford utilizó palabras que lo obligaron a dar otros dos o tres pasos instintivos hacia el buey. El artista recogió una varita para enredar arvejas y la arrojó con cierta decisión contra el moteado costillar del animal. La operación de machacar la ensalada de pétalos del Mademoiselle Louise Bichot se vio suspendida por un largo instante, empleado por el buey para clavar una mirada inquisitiva y concentrada en el lanzador de varitas. Adela dirigió una mirada igual de concentrada y más abiertamente hostil al mismo foco. Como la bestia no había bajado la cabeza ni pisoteado contra el suelo, Eshley se arriesgó a hacer un nuevo ejercicio de jabalina con otra varita para enredar arvejas. De pronto el buey pareció darse cuenta de que debía marcharse. Dio un último y apresurado tirón al cuadro donde habían estado los crisantemos y empezó a cruzar el jardín a paso largo. Eshley corrió a arrearlo hacia el portillo, pero sólo consiguió que acelerara el paso hasta un trote lerdo. Con ciertos aires de pesquisa, pero sin verdaderos titubeos, el animal atravesó la diminuta franja de césped que los caritativos llamaban campo de croquet y se metió a la salita matinal por la puerta vidriera abierta. Había por el cuarto algunos jarrones con crisantemos y demás plantas de estación, y el animal reanudó los trabajos de poda. De todos modos, a Eshley le pareció que en sus ojos empezaba a brillar una mirada de bestia acorralada, una mirada que aconsejaba respeto. Suspendió todo intento de interferir en sus preferencias ambientales.
                          -Señor Eshley -dijo Adela con voz trémula-, pedí que sacara a esa bestia de mi jardín, pero no le pedí que la metiera en mi casa. Si tengo que tenerlo en cualquier parte de la propiedad, prefiero el jardín a la salita matinal.
                          -La arriería no es mi especialidad -aclaró Eshley-. Si no recuerdo mal, se lo conté desde el principio.
                          -Estoy totalmente de acuerdo -replicó la dama-. Usted está bueno para pintar lindos cuadritos de lindas novillitas. ¿No le apetecería hacer un buen boceto de ese buey poniéndose a sus anchas en mi sala?
                          Pareció que esta vez sí lo había tocado en la herida. Eshley hizo ademán de marcharse.
                          -¿Adonde va? -gritó Adela.
                          -A traer utensilios -fue la respuesta.
                          -¿Utensilios? No voy a permitir que use un lazo. Destrozarán el cuarto si hay un forcejeo.
                          Pero el artista se marchó del jardín. En un par de minutos regresó, cargando caballete, banquillo y materiales de pintura.
                          -¿Quiere decir que pretende sentarse tranquilamente a pintar esa bestia mientras acaba con mi sala? -resolló Adela.
                          -Fue sugerencia suya -dijo Eshley, al tiempo que preparaba el lienzo.
                          -¡Se lo prohíbo! ¡Se lo prohíbo terminantemente! -bramó Adela.
                          -No veo qué injerencia tenga usted en el asunto -dijo el artista-. Le costaría alegar que el buey es suyo, ni siquiera por adopción.
                          -Parece olvidar que está en mi sala, comiéndose mis flores -fue la iracunda réplica.
                          -Y usted parece olvidar que la cocinera tiene neuralgia -respondió Eshley-. Puede ser que ella ahora se esté hundiendo en un sueño reparador y que su alboroto la despierte. La consideración por los demás debería ser el principio rector de las personas de nuestra posición.
                          -¡El tipo está loco! -exclamó Adela en tono trágico.
                          Un instante después fue Adela quien pareció volverse loca. El buey había dado remate a las flores de los jarrones y a las tapas de Israel Kalisch, y daba muestras de estar pensando en abandonar su más bien restringido alojamiento. Eshley le notó cierta inquietud y corrió a tirarle unos manojos de hojas de enredadera de Virginia como aliciente para seguir posando.
                          -Se me olvida cómo dice el refrán -comentó-. Algo por el estilo de: "es mejor una cena de hierbas que buey cebado donde reina el odio". Al parecer tenemos a mano todos los ingredientes para ello.
                          -Voy a la biblioteca pública para que llamen a la policía -anunció Adela; y, rabiando sonoramente, se marchó.
                          Minutos después el buey, acaso entrando en la sospecha de que en algún establo bien abastecido lo esperaban tortas de lino y forraje picado, salió con bastante cuidado de la sala, dirigió una mirada grave e inquisitiva al humano que había dejado de molestarlo y lanzarle varitas, y a un trote pesado pero rápido abandonó el jardín. Eshley guardó los utensilios y siguió el ejemplo del animal. Y la quinta Larkdene quedó en manos de la neuralgia y de la cocinera.
                          El episodio marcó el momento crucial de la carrera artística de Eshley. Su notable pintura Buey en una salita matinal, finales de otoño, fue uno de los grandes éxitos y sensaciones del siguiente Salón de París; y en una posterior exhibición en Munich fue comprada por el gobierno bávaro, a despecho de las jugosas ofertas de tres firmas productoras de extracto de carne. A partir de entonces tuvo asegurada una larga serie de éxitos; y la Real Academia tuvo el agrado, dos años después, de colgar en lugar prominente su gran lienzo Monos destrozando un tocador.
                          Eshley le obsequió a Adela Pingsford un nuevo ejemplar de Israel Kalisch y dos plantas de linda floración, de la variedad Madame André Blusset. Pero nada por el estilo de una verdadera reconciliación ha tenido lugar entre ellos dos.
                          FIN







                          El buey cebado
                          [Cuento. Texto completo]Saki


                          Hector Hugh Munro - Wikipedia, la enciclopedia libre

                          Hector Hugh Munro quien usaba el pseudónimo literario de Saki (18 de diciembre de 1870 - 14 de noviembre de 1916), fue cuentista, novelista y dramaturgo ...
                          es.wikipedia.org/wiki/Hector_Hugh_Munro - En caché - Similares




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                          El orador - Anton Chejov


                          El orador[Cuento. Texto completo]
                          Anton Chejov


                          En una hermosa mañana se celebraba el entierro del asesor colegiado Kirill Ivanovich Vavilonov, muerto de dos enfermedades sumamente frecuentes en nuestra patria: una esposa maligna y el vicio del alcohol. Mientras el cortejo fúnebre se dirigía de la iglesia al cementerio, uno de los compañeros de trabajo del difunto, un tal Poplavski, tomó un coche y se dirigió a toda prisa a casa de su amigo Grigorii Petrovich Zapoikin, hombre, aunque joven, ya bastante popular. Tenía Zapoikin (como saben los lectores) un talento extraordinario para pronunciar discursos en bodas, jubilaciones y entierros. Estaba capacitado para hablar en cualquier momento: lo mismo recién despierto, que en ayunas, que borracho o que preso de fiebre. Su discurso fluía llanamente, sin interrupción..., tan abundantemente como fluye por una canaleta el agua de la lluvia. Para expresar aflicción, encerraba el vocabulario del orador muchas más palabras que cucarachas tiene cualquier taberna. Sus discursos eran tan elocuentes y largos, que a veces, sobre todo en las bodas de los comerciantes, había que recurrir a la ayuda de la Policía para hacerle callar.
                          -Vengo a buscarte, hermanito -empezó a decir Poplavski al encontrarlo en casa-. Vístete en seguida y vámonos. Ha muerto uno de los nuestros, al que estamos ahora mismo en trance de enviar al otro mundo, conque hace falta, hermanito, que haya quien diga alguna cosita para su despedida. Nuestra única esperanza eres tú. Si el muerto fuera uno de los subalternos... no te molestaríamos; pero éste era un secretario..., en cierto modo un jefe... Es desagradable enterrar a un personaje de su categoría sin que se diga algún discurso...
                          -¡Ah!..., ¡el secretario!... -bostezó Zapoikin-. ¿Aquel borracho?
                          -Sí, aquel borracho... Habrá comida..., blini..., entremeses... Además nos pagan el coche. ¡Vamos, alma mía! ¡Allí, junto a la tumba, pronunciarás un discurso ciceroniano y ya verás lo que te lo agradecen!
                          Zapoikin accedió de buen grado. Desmelenó su cabello, obligó a adoptar a su rostro una expresión de melancolía y salió a la calle en compañía de Poplavski.
                          -Conocía a tu secretario -dijo cuando se sentaba en el coche-. Que en paz descanse..., pero era un pillo y una bestia como hay pocos.
                          -No está bien, Grischa, eso de ofender a los difuntos...
                          -Cierto que aut mortiu nihil bene... No obstante, era un bribón.
                          Los dos amigos dieron alcance al cortejo y se unieron a él. Como el féretro iba conducido a un paso muy lento, antes de llegar al cementerio, los amigos tuvieron tiempo de entrar cerca de tres veces en la taberna y de beber unas copitas al eterno descanso del difunto.
                          En el cementerio se celebró un oficio religioso. La suegra, la mujer y la cuñada, como es costumbre, lloraron copiosamente y la mujer hasta gritó cuando bajaban el ataúd a la fosa. "¡Déjenme ir con él!..." A pesar de lo cual, y recordando sin duda la pensión por viudez que había de recibir... no se fue con él. Después de esperar un poco a que todo se tranquilizara, Zapoikin avanzó unos pasos, paseó su mirada sobre los presentes y empezó a decir:
                          -¿Puede uno creer lo que ven los ojos y oyen los oídos?... ¿Este ataúd... estas caras llorosas..., estos lamentos y estos sollozos..., no serán una pesadilla?... ¡Ay de mí! ¡No es un sueño, no! ¡No nos engaña la vista! ¡Aquel que hasta hace tan poco vimos lleno de vigor, de juventud, de frescura y lozanía!..., ¡aquel que aún hace tan poco tiempo, ante nuestros mismos ojos, llevaba su miel, cual abeja incansable, a la colmena común del bien del Estado... ¡es el mismo que vemos ahora convertido en nada..., en unmirage! ¡La muerte irreductible puso su mano sobre él cuando, a pesar de su avanzada edad, se encontraba aún lleno de fuerza y de esperanzas ultraterrenales!... ¡Su pérdida es irremplazable! ¿Quién nos lo puede reemplazar?... Tenemos muchos buenos funcionarios, pero puede decirse que Procofii Osipich era único en su género... Devoto hasta lo más profundo de su alma del honrado cumplimiento de sus obligaciones, lejos de regatear sus fuerzas, pasaba las noches en vela y era desinteresado e insobornable. ¡Cuánto despreciaba a aquellos que con perjuicio del interés general pretendían comprarlo!..., ¡que ofreciéndole tentadores bienes terrenales, se esforzaban en atraerlo hacia la traición a su deber! ¡Sí!... ¡Ante nuestros ojos hemos visto a Procofii Osipich repartir su modesto sueldo entre los más pobres de sus compañeros, y ustedes mismos acaban de oír hace un instante los sollozos de las viudas y de los huérfanos que vivían gracias a sus limosnas. Esclavo del servicio, de su deber y de la bondad, no conoció la alegría, y hasta se rehusó a sí mismo la felicidad de la vida matrimonial. ¡Ya saben ustedes que hasta el final de su vida permaneció soltero! ¿Y como compañero?... ¿Quién podría reemplazarlo? ¡Lo mismo que si fuera ayer me parece ver su rostro conmovido y afeitado, dirigido hacia nosotros!... ¡Su bondadosa sonrisa!... ¡Como si todavía fuera ayer, oigo su suave, cariñosa y afable voz!... ¡Descansa en paz: Procofii Osipich!... ¡Descansa..., honrado y noble trabajador!
                          Zapoikin continuaba perorando, pero los oyentes empezaron a hablar entre sí en voz baja. El discurso gustaba a todos y hacía verter algunas lágrimas. Mucho de él, sin embargo, resultaba extraño... En primer lugar era incomprensible por qué el orador llamaba al difunto Procofii Osipich cuando su nombre era Kirill Ivanovich. En segundo, todos sabían que éste había pasado la vida entera en perpetua lucha con su legítima esposa y que, por tanto, no podía calificarle de soltero..., y en tercero, era inexplicable que habiendo tenido una espesa barba de color rojizo, que en su vida había hecho afeitar ni una sola vez, hubiera llamado el orador a su rostro afeitado. Los oyentes se miraban con extrañeza.
                          -¡Procofii Osipich! -proseguía el orador mirando inspirado a la tumba-. ¡Tu rostro era feo!... ¡hasta deforme!... ¡Eras taciturno y severo, pero todos sabíamos que bajo aquella corteza latía un corazón honrado y afectuoso!...
                          Pronto, sin embargo, empezaron a observar los oyentes que algo extraño ocurría al orador, que sin apartar la vista de un mismo punto, se agitaba nervioso. De repente quedó callado y con la boca abierta para el asombro, se volvió hacia Poplavski.
                          -¡Pero, oye!... ¡Si está vivo!... -dijo con ojos espantados.
                          -¿Quién está vivo?
                          -¡Pues... Procofii Osipich!... ¡Está junto al mausoleo!
                          -¡Si el muerto no es él! ¡Es Kirill Ivanovich!
                          -¡Si has sido tú mismo el que me ha dicho que había muerto el secretario!
                          -¡No!... ¡El secretario era Kirill Ivanovich! ¡Te has confundido, tonto!... ¡Claro que también Procofii Osipich fue secretario..., pero hace ya dos años que le destituyeron!
                          -¡Diablo!
                          -¿Por qué te paras? ... ¡Sigue!
                          Zapoikin volvió la cabeza hacia la fosa y con la misma elocuencia que antes prosiguió su interrumpido discurso.
                          Al lado del mausoleo se encontraba, en efecto, Procofii Osipich, el viejo funcionario de la cara afeitada. Miraba éste con enojo al orador y fruncía las cejas.
                          -¿Qué ocurrencia te ha dado -reían los funcionarios, volviendo del entierro en compañía de Zapoikin- de enterrar a un vivo?
                          -¡Esto no está bien, joven! -gruñía Procofii Osipich-. ¡Su discurso puede ser apropiado para un difunto, pero aplicado a un vivo es una burla! ¿Qué no me ha llamado usted?... Desinteresado..., incapaz de sobornar... ¡Tales cosas, refiriéndose a un vivo, sólo pueden decirse en son de burla! ¡Nadie le ha pedido tampoco, caballero, que hablara sobre mi cara!... Si soy feo y deforme..., ¡qué le vamos a hacer! ¿Para qué decir mi apellido delante de todo el mundo? ¡Esto es una ofensa!
                          FIN
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                          El barril de amontillado - Edgar Allan Poe

                          El barril de amontillado[Cuento. Texto completo]
                          Edgar Allan Poe

                          Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
                          Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.
                          Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
                          Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.
                          -Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
                          -¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
                          -Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
                          -¡Amontillado!
                          -Tengo mis dudas.
                          -¡Amontillado!
                          -Y he de pagarlo.
                          -¡Amontillado!
                          -Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...
                          -Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
                          -Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
                          -Vamos, vamos allá.
                          -¿Adónde?
                          -A sus bodegas.
                          -No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...
                          -No tengo ningún compromiso. Vamos.
                          -No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.
                          -A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
                          Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
                          Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.
                          El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.
                          -¿Y el barril? -preguntó.
                          -Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.
                          Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.
                          -¿Salitre? -me preguntó, por fin.
                          -Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
                          -¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
                          A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
                          -No es nada -dijo por último.
                          -Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...
                          -Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
                          -Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.
                          Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
                          -Beba -le dije, ofreciéndole el vino.
                          Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.
                          -Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
                          -Y yo, por la larga vida de usted.
                          De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
                          -Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.
                          -Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.
                          -He olvidado cuáles eran sus armas.
                          -Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.
                          -¡Muy bien! -dijo.
                          Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
                          -El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
                          -No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
                          Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.
                          Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
                          -¿No comprende usted? -preguntó.
                          -No -le contesté.
                          -Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
                          -¿Cómo?
                          -¿No pertenece usted a la masonería?
                          -Sí, sí -dije-; sí, sí.
                          -¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
                          -Un masón -repliqué.
                          -A ver, un signo -dijo.
                          -Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
                          -Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
                          -Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
                          Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.
                          Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.
                          En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
                          -Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
                          -Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.
                          En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.
                          -Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.
                          -¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
                          -Cierto -repliqué-, el amontillado.
                          Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
                          Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
                          Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.
                          Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:
                          -¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
                          -El amontillado -dije.
                          -¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
                          -Sí -dije-; vámonos ya.
                          -¡Por el amor de Dios, Montresor!
                          -Sí -dije-; por el amor de Dios.
                          En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:
                          -¡Fortunato!
                          No hubo respuesta, y volví a llamar.
                          -¡Fortunato!
                          Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!
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