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                          **

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                          El suicida- (Enrique Anderson Imbert)


                          [Cuento. Texto completo]Enrique Anderson Imbert
                          Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
                          Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
                          ¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revolver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
                          Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
                          Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
                          Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
                          Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.
                          FIN


                          Enrique Anderson Imbert - Wikipedia, la enciclopedia libre

                          Enrique Anderson Imbert (Córdoba (Argentina), 12 de febrero de 1910 - Buenos Aires, 6 de diciembre de 2000). Escritor, ensayista y profesor universitario ...
                          es.wikipedia.org/wiki/Enrique_Anderson_Imbert - En caché - Similares

                          --
                          Publicado por VRedondoF para CyP el 8/29/2010 09:52:00 AM
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                          Acepta…



                          Es la cosecha que recibes de tu pasado.

                          Todo lo que te sucede, procede de ti.

                          No culpes a nada, ni a nadie de lo que te sucede.

                          Toma la responsabilidad de tu vida.

                          De lo malo que te suceda, aprende y busca su lección.

                          Así le extraes su enseñanza y lo transformas en algo positivo.

                          A veces el precio del conocimiento y la experiencia es muy alto.

                          Siembra hoy, lo que quieras cosechar mañana.

                          Para cambiar tu futuro, cambia tus actitudes y creencias.

                          Tu futuro depende de ti.

                          Tu forma de ser, atrae el tipo de vida que llevas.

                          Si no te gusta tu tipo de vida, cambia tu forma de ser.

                          Concéntrate sólo en lo que quieres y deseas.

                          Desecha, olvida y no pienses en lo que no quieres.

                          Ten pocos deseos.

                          No te apegues a nada, ni a nadie.

                          Lucha por lo que quieres, pero acepta el resultado.

                          Da siempre y desinteresadamente lo mejor de ti.

                          Sé un canal abierto al servicio de los demás.

                          Fluye y déjate guiar

                          (autor desconocido)

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                          LOS JUGADORES -Vital Aza (1851-1911)


                          Vital Aza - Wikipedia, la enciclopedia libre

                          Vital Aza Álvarez-Buylla (Pola de Lena, Asturias, 28 de abril de 1851 - Madrid, 13 de diciembre de 1912), escritor, comediógrafo y humorista español. ...
                          es.wikipedia.org/wiki/Vital_Aza - En caché - Similares



                          LOS JUGADORES


                          Era Vicente hombre rico,
                          en el juego se envició
                          y en dos años se quedó
                          sin un cuarto el pobre chico.

                          Hoy, mísero y andrajoso,
                          llora sus faltas Vicente,
                          y al verle, dice la gente:
                          –¡Qué perdido! ¡Qué vicioso!



                          En cambio, el banquero Ponte,
                          nacido en modesta cuna,
                          adquirió su gran fortuna
                          en la ruleta y el 
                          monte.
                          Hoy derrocha y se divierte;
                          la atención de todos llama,
                          y al verle, la gente exclama:
                          –¡Es millonario! ¡Qué suerte!



                          Con esto el mundo ha probado
                          que en el juego, siempre odioso,
                          sólo el que pierde es vicioso,
                          y el que gana, afortunado.



                          Vital Aza (1851-1911)





                          Vital Aza - Wikipedia, la enciclopedia libre


                          Vital Aza Álvarez-Buylla (Pola de Lena, Asturias, 28 de abril de 1851 - Madrid, 13 de diciembre de 1912), escritor, comediógrafo y humorista español. ...
                          es.wikipedia.org/wiki/Vital_Aza - En caché - Similares
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                          El triple filtro




                          Sócrates fue un famoso filósofo y sabio de la antigua Grecia. Es a él a quién se atribuye esta anécdota llena de sentido común y de respeto hacia los demás. No por conocido es menos práctico y útil.

                          Un día un conocido se encontró con con el filósofo y le dijo:
                          -Sabes lo que escuché acerca de tu amigo?
                          - Espera un minuto, replicó Sócrates.
                          Antes de decirme nada, quisiera que pasaras un pequeño examen.
                          Yo lo llamo el examen del triple filtro.
                          - Triple filtro? , preguntó el otro .
                          - Correcto, continúo Sócrates.

                          Antes de que me hables sobre mi amigo, puede ser una buena idea filtrar tres veces lo que vas a decir.
                          Es por eso que lo llamo el “Examen del triple filtro”
                          ... El primer filtro es la 
                          VERDAD.

                          ¿estás absolutamente seguro de que lo que vas a decirme es cierto ?

                          _ No, dijo el hombre, realmente sólo escuche sobre eso y ...
                          _ Bien, dijo Sócrates, entonces realmente no sabes si es cierto ó no.

                          Ahora permiteme aplicar el segundo filtro, el filtro de la 
                          BONDAD.

                          Es algo bueno lo que vas a decirme de mi amigo ?
                          _ No, por el contrario …
                          _ Entonces, deseas decirme algo malo de él, pero no estás seguro que sea cierto.
                          Pero aún podría querer escucharlo porque queda un filtro, el filtro de la 
                          UTILIDAD.

                          Me servirá de algo saber lo que vas a decirme de mi amigo ?
                          - No, la verdad que no.
                          Bien, concluyó Sócrates. Si lo que deseas decirme no es cierto, ni bueno e incluso no me es útil, ... para que querría yo saberlo ?
                          Situaciones como estas se nos presentan frecuentemente en nuestra convivencia. De hecho se lo escuche a una amiga hablando de otra y sin buscarlo me vino a la cabeza esta enseñanza del sabio Sócrates.
                          Sería conveniente el acordarnos de este triple filtro cada vez que oigamos comentarios sobre alguno de nuestros amigos y vecinos cercanos. Siempre que oigamos criticar en general, podríamos pensar que muchos de los comentarios y críticas suelen tener poco o ningún fundamento pero se lleva hablar mal de los demás.
                          "Difama que algo queda"
                          Que no seamos nosotros los que difundamos chismes y rumores que terminan minando la autoestima de nuestros semejantes.
                          Leer más...

                          Las cuatro estaciones…



                          Había una vez un hombre que tenía cuatro hijos.

                          El honbre buscaba que ellos aprendieran a no juzgar las cosas tan rápidamente; entonces los envió a cada uno por turnos a visitar un peral que estaba a una gran distancia.

                          El primer hijo fue en el invierno, el segundo en la primavera, el tercero en el verano y el hijo más joven en el otoño.

                          Cuando todos ellos habían ido y regresado; su padre los llamó, y juntos les pidió que describieran lo que habían visto.

                          El primer hijo mencionó que el árbol era horrible, doblado y retorcido.

                          El segundo dijo que no, que estaba cubierto  con brotes verdes y lleno de promesas.

                          El tercer hijo no estuvo de acuerdo, dijo que estaba cargado de flores, que tenia aroma muy dulce y se veía muy hermoso, era la cosa más llena de gracia que jamás había visto.

                          El último de los hijos no estuvo de acuerdo con ninguno de ellos, y dijo que el peral estaba maduro y marchitándose de tanto fruto, lleno de vida y satisfacción.

                          Entonces el hombre les explicó a sus hijos que todos tenían razón, porque ellos solo habían visto una de las estaciones de la vida del árbol.

                          Les dijo a todos que no deben de juzgar a un árbol, o a una persona, solo por ver una de sus temporadas, y que la esencia de lo que son, el placer, regocijo y amor que viene con la vida puede ser solo medida al final, cuando todas las estaciones ya han pasado.

                          Si tú te das por vencido en el invierno, habrás perdido la promesa de la primavera, la belleza del verano, y la satisfacción  del otoño.

                          No dejes que el dolor de una estación destruya la dicha del resto.

                          No juzgues la vida solo por una estación difícil.

                          Aguanta con valor las dificultades y las malas rachas, porque luego disfrutarás de los buenos tiempos.

                          Sólo el que persevera encuentra un mañana mejor.
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                          Luces antiguas de Algernon Blackwood





                          Luces antiguas
                          [Cuento. Texto completo]Algernon Blackwood



                          Desde Southwater, donde se apeó del tren, el camino iba derecho hacia poniente. Eso lo sabía; por lo demás, confiaba en la suerte, ya que era uno de esos andariegos impenitentes a los que no les gusta preguntar. Tenía ese instinto, y generalmente le funcionaba bastante bien. «Una milla o así en dirección oeste por el camino arenoso, hasta llegar a un paso de cerca a la derecha; desde ahí cruza a campo traviesa. Verá el edificio rojo justo delante de usted.» Echó una mirada, otra vez, a las instrucciones de la postal, y otra vez trató de descifrar la frase borrada..., en vano. Había sido tachada con tanto cuidado que no quedaba una sola palabra legible. Las frases tachadas en una carta son siempre fascinantes. Se preguntó qué sería lo que había tenido que borrar con tanto cuidado.
                          La tarde era tormentosa, con un ventarrón que venía aullando del mar y barría los bosques de Sussex. Unas nubes pesadas, de bordes redondos y apelmazados, entrechocaban en los espacios abiertos del cielo azul. A lo lejos, la línea de lomas recorría el horizonte como una ola inminente. Chanctonbury Ring parecía surcar su cresta como un barco veloz con el casco inclinado por el viento de popa. Se quitó el sombrero y avivó el paso, aspirando con placer y satisfacción grandes bocanadas de aire. El camino estaba desierto: no se veían bicicletas, automóviles, o caballos; ni siquiera un carro de mercancías o un simple viandante. De todos modos, no habría preguntado el camino. Con la mirada atenta a la aparición del paso de cerca, caminaba pesadamente, mientras el viento le sacudía la capa contra la cara y rizaba los charcos azules del camino amarillento. Los árboles mostraban el blanco envés de sus hojas. Los helechos, la yerba nueva y alta, se inclinaban en una única dirección. El día estaba lleno de vida, y había animación y movimiento en todas partes. Y para un agrimensor de Croydon recién llegado de su oficina, esto era como unas vacaciones en el mar.
                          Era un día de aventuras, y su corazón se elevaba para unirse al talante de la Naturaleza. Su paraguas con aro de plata debía haber sido una espada; y sus zapatos marrones, botas altas con espuelas en los talones. ¿Dónde se ocultaba el Castillo encantado y la Princesa de cabellos dorados como el sol? Su caballo...
                          De repente apareció a la vista el paso de cerca, y se frustró la aventura en embrión. Otra vez volvió a aprisionarle su ropa de diario. Era agrimensor, de edad madura, con un sueldo de tres libras a la semana, y venía de Croydon a estudiar los cambios que un cliente pensaba hacer en un bosque..., algo que proporcionase una mejor vista desde la ventana de su comedor. Al otro lado del campo, a una milla de distancia quizá, vio centellear al sol el rojo edificio, y mientras descansaba un instante en el paso de cerca para recobrar aliento, se puso a observar un bosquecillo de robles y abedules que quedaba a su derecha. «¡Ajá! -se dijo-; así que ésta debe de ser la arboleda que quiere talar para mejorar la perspectiva, ¿eh? Vamos a echarle una ojeada.» Había una valla, desde luego; pero tenía también un sendero tentador. «No soy un intruso -se dijo-: esto forma parte de mi trabajo.» Saltó dificultosamente por encima de la portilla y se internó entre los árboles. Una pequeña vuelta le llevaría al campo otra vez.
                          Pero en el instante en que cruzó los primeros árboles dejó de aullar el viento y una quietud se apoderó del mundo. Tan espesa era la vegetación que el sol penetraba sólo en forma de manchas aisladas. El aire era pesado. Se enjugó la frente y se puso su sombrero de fieltro verde; pero una rama baja se lo volvió a quitar en seguida de un golpe; y al inclinarse, se enderezó una cimbreante ramita que había doblado y le dio en la cara. Había flores a ambos bordes del pequeño sendero; de vez en cuando se abría un claro a uno u otro lado; los helechos se curvaban en los rincones húmedos, y era dulce y rico el olor a tierra y a follaje. Hacía más fresco aquí. «Qué bosquecillo más encantador», pensó, bajando hacia un pequeño calvero donde el sol aleteaba como una multitud de mariposas plateadas. ¡Cómo danzaba y palpitaba y revoloteaba! Se puso una flor azul oscuro en el ojal. Nuevamente, al incorporarse, le quitó el sombrero de un golpe una rama de roble, derribándoselo por delante de los ojos. Esta vez no se lo volvió a poner. Balanceando el paraguas, prosiguió su camino con la cabeza descubierta, silbando sonoramente. Pero el espesor de los árboles animaba poco a silbar; y parecieron enfriarse algo su alegría y su ánimo. De repente, se dio cuenta de que caminaba con cautela. La quietud del bosque era de lo más singular.
                          Hubo un susurro entre los helechos y las hojas; algo saltó de repente al sendero, a unas diez yardas de él, se detuvo un instante, irguiendo la cabeza ladeada para mirar, y luego se zambulló otra vez en la maleza a la velocidad de una sombra. Se sobresaltó como un niño miedoso, y un segundo después se rió de que un mero faisán lo hubiese asustado. Oyó un traqueteo de ruedas a lo lejos, en el camino; y, sin saber por qué, le resultó grato ese ruido. «El carro del viejo carnicero», se dijo... Entonces se dio cuenta de que iba en dirección equivocada y que, no sabía cómo, había dado media vuelta. Porque el camino debía quedar detrás de él, no delante.
                          Conque se metió apresuradamente por otro estrecho claro que se perdía en el verdor que tenía a su derecha. «Esta es la dirección, por supuesto -se dijo-; me han debido de despistar los árboles...» y de repente descubrió que estaba junto a la portilla que había saltado para entrar. Había estado andando en círculo. La sorpresa, aquí, se convirtió casi en desconcierto: vio a un hombre vestido de verde pardo como los guardabosques, apoyado en la valla, dándose pequeños azotes en la pierna con una fusta. «Voy a casa del señor Lumley -explicó el caminante-. Este es su bosque, creo...», calló de repente; porque allí no había hombre alguno, sino que era un mero efecto de luz y sombra en el follaje. Retrocedió para reconstruir la singular ilusión, pero el viento agitaba demasiado las ramas aquí, en la linde del bosque, y el follaje se negó a repetir la imagen. Las hojas susurraron de un modo extraño. En ese preciso momento se ocultó el sol tras una nube, haciendo que el bosque adquiriese un aspecto diferente. Y entonces se puso de manifiesto con cuánta facilidad puede sufrir engaño la mente humana; porque casi le pareció que el hombre le contestaba, le hablaba -¿o fue el rumor de las ramas al restregar unas con otras?-; y que señalaba con la fusta un letrero clavado en el árbol más cercano. Aún le sonaban en el cerebro sus palabras; aunque, por supuesto, todo eran figuraciones suyas: «No, este bosque no es suyo. Es nuestro». Y además, algún gracioso del pueblo había cambiado el texto de la deteriorada tabla; porque ahora ponía con toda claridad: «Prohibido el paso».
                          Y mientras el asombrado agrimensor leía el letrero, y dejaba escapar una risita, se dijo, pensando en la historia que iba a contar más tarde a su mujer y sus hijos: «Este condenado bosquecillo ha intentado echarme. Pero voy a entrar otra vez. En realidad, ocupa un acre como máximo. No tengo más remedio que salir a campo abierto por el lado opuesto si sigo en línea recta». Recordó su posición en la oficina. Tenía cierta dignidad que conservar.
                          La nube se apartó de delante del sol, y la luz salpicó de repente toda clase de lugares insospechados. Él, entretanto, seguía caminando en línea recta. Sentía una especie de rara turbación: esta forma en que los árboles cambiaban las luces en sombras le confundía evidentemente la vista. Para su alivio, surgió al fin un nuevo claro entre los árboles, revelándole el campo, y divisó el edificio rojo a lo lejos, al otro extremo. Pero tenía que saltar primero una pequeña portilla que había en el camino; y al trepar trabajosamente a ella -dado que no quiso abrirse-, tuvo la asombrosa sensación de que, debido a su peso, se desplazaba lateralmente en dirección al bosque. Al igual que las escaleras mecánicas de Harrod's y Earl's Court, empezó a deslizarse con él. Era horrible. Hizo un esfuerzo ímprobo para saltar, antes de que le internase en los árboles; pero se le enredó el pie entre los barrotes y el paraguas, con tal fortuna que cayó al otro lado con los brazos abiertos, en medio de la maleza y las ortigas, y los zapatos trabados entre los dos primeros palos. Se quedó un momento en la postura de un crucificado boca abajo, y mientras forcejeaba para desembarazarse -los pies, los barrotes y el paraguas formaban una verdadera maraña-, vio pasar por el bosque, a toda prisa, al hombrecillo de verde pardo. Iba riendo. Cruzó el claro, a unas cincuenta yardas de él; esta vez no estaba solo. A su lado iba un compañero igual que él. El agrimensor, nuevamente de pie, los vio desaparecer en la penumbra verdosa. «Son vagabundos, no guardabosques», se dijo, medio mortificado, medio furioso. Pero el corazón le latía terriblemente, y no se atrevió a expresar todo lo que pensaba.
                          Examinó la portilla, convencido de que tenía algún truco; a continuación volvió a encaramarse a ella a toda prisa, sumamente desasosegado al ver que el claro ya no se abría hacia el campo, sino que torcía a la derecha. ¿Qué demonios le ocurría? No andaba tan mal de la vista. De nuevo asomó el sol de repente con todo su esplendor, y sembró el suelo del bosque de charcos plateados; y en ese mismo instante cruzó aullando una furiosa ráfaga de viento. Empezaron a caer gotas en todas partes, sobre las hojas, produciendo un golpeteo como de multitud de pisadas. El bosquecillo entero se estremeció y comenzó a agitarse.
                          «¡Válgame Dios, ahora se pone a llover!», pensó el agrimensor; y al ir a echar mano del paraguas, descubrió que lo había perdido. Volvió a la portilla y vio que se le había caído al otro lado. Para su asombro, descubrió el campo al otro extremo del claro, y también la casa roja, iluminada por el sol del atardecer. Se echó a reír, entonces; porque, naturalmente, en su forcejeo con los barrotes se había dado la vuelta, había caído hacia atrás y no hacia adelante. Saltó la portilla, con toda facilidad esta vez, y desanduvo sus pasos. Descubrió que el paraguas había perdido su aro de plata. Seguramente se le había enganchado en un pie, un clavo o lo que fuera, y lo había arrancado. El agrimensor echó a correr: estaba tremendamente nervioso.
                          Pero mientras corría, el bosque entero corría con él, en torno a él, de un lado para otro, desplazándose los árboles como si fuesen semovientes, plegando y desplegando las hojas, agitando sus troncos adelante y atrás, descubriendo espacios vacíos sus ramas enormes, y volviéndolos a ocultar antes de que él pudiese verlos con claridad. Había ruido de pisadas por todas panes, y risas, y voces que gritaban, y una multitud de figuras congregadas a su espalda, al extremo de que el claro hervía de movimiento y de vida. Naturalmente, era el viento, que producía en sus oídos el efecto de voces y risas, en tanto el sol y las nubes, al sumir el bosque alternativamente en sombras y en cegadora luz, generaban figuras. Pero no le gustaba todo esto, y echó a correr todo lo deprisa que sus vigorosas piernas lo podían llevar. Ahora estaba asustado. Ya no le parecía un percance apropiado para contarlo a su mujer y sus hijos. Corría como el viento. Sin embargo, sus pies no hacían ruido en la yerba blanda y musgosa.
                          Entonces, para su horror, vio que el claro se iba estrechando, que lo invadían la maleza y las ortigas, reduciéndolo a un sendero minúsculo, y que terminaba unas veinte yardas más allá, y desaparecía entre los árboles. Lo que no había logrado la portilla, lo había conseguido con facilidad este complicado claro: meterlo materialmente en la espesa muchedumbre de árboles.
                          Sólo cabía hacer una cosa: dar media vuelta y regresar de nuevo, correr con todas sus fuerzas hacia la vida que venía a su espalda, que lo seguía tan de cerca que casi lo tocaba y lo empujaba. Y eso fue lo que hizo con atropellada valentía. Parecía una temeridad. Se volvió con una especie de salto violento, la cabeza baja, los hombros sacados y las manos extendidas delante de la cara. Se lanzó: embistió como un ser acosado en dirección opuesta, por lo que ahora el viento le dio de cara.
                          ¡Dios mío! El claro que había dejado atrás se había cerrado también: no había sendero ninguno. Se dio la vuelta otra vez como un animal acorralado, buscó con los ojos una salida, un modo de escapar; buscó frenético, jadeante, aterrado hasta el tuétano. Pero el follaje lo envolvía, las ramas le obstruían el paso; los árboles estaban ahora inmóviles y juntos: no los agitaba el más leve soplo de aire; y el sol, en ese instante, se ocultó tras una gran nube negra. El bosque entero se volvió oscuro y silencioso. Lo observó.
                          Quizá fue este efecto final de súbita negrura lo que lo impulsó a actuar de manera insensata, como si hubiese perdido el juicio. El caso es que, sin pararse a pensar, se lanzó otra vez hacia los árboles. Tuvo la impresión de que lo rodeaban y lo sujetaban de manera asfixiante, y pensó que debía escapar a toda costa... escapar, huir a la libertad del campo y el aire libre. Fue una reacción instintiva; y al parecer, embistió contra un roble que se había situado deliberadamente en el centro del sendero para detenerlo. Lo había visto desplazarse lo menos una yarda; siendo como era un profesional de la medición, acostumbrado al uso del teodolito y la cadena, tenía experiencia para saberlo. Cayó, vio las estrellas, y sintió que mil dedos minúsculos tiraban de sus manos y sus tobillos y su cuello. Sin duda se debía al picor de las ortigas. Es lo que pensó más tarde. En ese momento le pareció diabólicamente intencionado.
                          Pero hubo otra ilusión extraordinaria para la que no encontró tan fácil explicación. Porque un instante después, al parecer, el bosque entero desfilaba ante él con un profundo susurro de hojas y risas, de miles de pies y de pequeñas, inquietas figuras; dos hombres vestidos de verde pardo lo sacudieron enérgicamente..., y abrió los ojos para descubrir que yacía en el prado junto al paso de cerca donde había comenzado su increíble aventura. El bosque estaba en su sitio de siempre, y lo contemplaba al sol. Encima de él sonreía burlón el deteriorado letrero: «Prohibido el paso».
                          Con la mente y el cuerpo trastornados, y bastante alterada su alma de empleado, el agrimensor echó a andar despacio a campo traviesa. Mientras caminaba, volvió a consultar las instrucciones de la tarjeta postal, y descubrió con estupor que podía leer la frase borrada pese a las tachaduras trazadas sobre ella: «Hay un atajo que cruza el bosquecillo (el que quiero talar), si lo prefiere». Aunque las tachaduras sobre «si lo prefiere» hacían que pareciese otra cosa: parecía decir, extrañamente, «si se atreve».
                          -Ese es el bosquecillo que impide la vista de las lomas -explicó después su cliente, señalándolo desde el otro extremo del campo, y consultando el plano que tenía junto a él-. Quiero talarlo, y que se haga un camino así y así -indicó la dirección en el plano, con el dedo-. El Bosque Encantado lo llaman aún; es muchísimo más antiguo que esta casa. Vamos, señor Thomas; si está usted dispuesto, podemos ir a echarle una mirada...
                          FIN

                          ****************************


                          Algernon Blackwood - Wikipedia, la enciclopedia libre


                          Algernon Henry Blackwood (14 de marzo de 1869 – 10 de diciembre de 1951) fue un escritor inglés de relatos fantásticos. ...
                          es.wikipedia.org/wiki/Algernon_Blackwood - En caché - Similares
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                          El príncipe feliz de Oscar Wilde





                          El príncipe feliz
                          [Cuento. Texto completo]Oscar Wilde



                          En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.

                          Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.

                          Por todo lo cual era muy admirada.

                          -Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte-. Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.

                          Y realmente no lo era.

                          -¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.

                          -Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.

                          -Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.

                          -¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de matemáticas- si no habéis visto uno nunca?

                          -¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños.

                          Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.

                          Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.

                          Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.

                          Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.

                          -¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.

                          Y el Junco le hizo un profundo saludo.

                          Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.

                          Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.

                          -Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.

                          Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.

                          Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.

                          Una vez que se fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a cansarse de su amante.

                          -No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa.

                          Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.

                          -Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.

                          -¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco.

                          Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.

                          -¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!

                          Y la Golondrina se fue.

                          Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.

                          -¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.

                          Entonces divisó la estatua sobre la columnita.

                          -Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.

                          Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.

                          -Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo.

                          Y se dispuso a dormir.

                          Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua.

                          -¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.

                          Entonces cayó una nueva gota.

                          -¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de chimenea.

                          Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.

                          La Golondrina miró hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio!

                          Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.

                          Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse llena de piedad.

                          -¿Quién sois? -dijo.

                          -Soy el Príncipe Feliz.

                          -Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me habéis empapado casi.

                          -Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar.

                          «¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.

                          -Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover.

                          -Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.

                          -Golondrina, Golondrina, Golondrinita - dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!

                          -No creo que me agraden los niños -contestó la Golondrina-. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.

                          Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.

                          -Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera.

                          -Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe.

                          Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad.

                          Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco.

                          Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile.

                          Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.

                          -¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor!

                          -Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras!

                          Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre.

                          Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre habíase quedado dormida de cansancio.

                          La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.

                          -¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor.

                          Y cayó en un delicioso sueño.

                          Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.

                          -Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío.

                          Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía.

                          Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.

                          -¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en invierno!

                          Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local.

                          Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!...

                          -Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina.

                          Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre.

                          Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia.

                          Por todas parte adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:

                          -¡Qué extranjera más distinguida!

                          Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.

                          -¿Tenéis algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha.

                          -Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo?

                          -Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata.

                          -Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.

                          -Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?

                          -¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.

                          -Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso.

                          Y se puso a llorar.

                          -¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido.

                          Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación.

                          El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.

                          -Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra.

                          Y parecía completamente feliz.

                          Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto.

                          Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos.

                          -¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente.

                          -¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina.

                          Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.

                          -He venido para deciros adiós -le dijo.

                          -¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?

                          -Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano.

                          -Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.

                          -Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo.

                          -¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando.

                          Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo.

                          Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.

                          -¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña, y corrió a su casa muy alegre.

                          Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.

                          - Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre.

                          -No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto.

                          -Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina.

                          Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que habla visto en países extraños.

                          Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas.

                          -Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas.

                          Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas.

                          Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras.

                          Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.

                          -¡Qué hambre tenemos! -decían.

                          -¡No se puede estar tumbado aquí! -les gritó un guardia.

                          Y se alejaron bajo la lluvia.

                          Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.

                          -Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices.

                          Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza.

                          Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.

                          -¡Ya tenemos pan! -gritaban.

                          Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo.

                          Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían.

                          Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.

                          La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo.

                          Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas.

                          Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.

                          -¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano.

                          -Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.

                          -No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?

                          Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.

                          En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo.

                          El hecho es que la coraza de plomo se habla partido en dos. Realmente hacia un frío terrible.

                          A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad.

                          Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.

                          -¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz!

                          -¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde.

                          Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.

                          -El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el alcalde- En resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero.

                          -¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales.

                          -Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí.

                          Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.

                          Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.

                          -¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la Universidad.

                          Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal.

                          -Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.

                          -O la mía -dijo cada uno de los concejales.

                          Y acabaron disputando.

                          -¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho.

                          Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.

                          -Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles.

                          Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.

                          -Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.
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