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                          Anécdota pecuniaria [Cuento] J. M. Machado de Assis





                          Se llama Falcão mi hombre. Aquel día -catorce de abril de 1870- quien entrase a su casa, a las diez de la noche, lo vería paseándose por el comedor, en mangas de camisa, pantalón negro y corbata blanca, refunfuñando, gesticulando, suspirando, evidentemente afligido. A veces se sentaba; otras, se apoyaba en la ventana, mirando hacia la playa, que era la de Gamboa. Pero, en cualquier lugar o actitud se demoraba poco tiempo.


                          -Hice mal -decía él-, muy mal. ¡Tan amigos que éramos! ¡Tan amorosa que fue siempre conmigo! ¡Iba llorando, pobrecita! Hice mal, muy mal... ¡Al menos que sea feliz!

                          Si yo dijera que este hombre vendió una sobrina, no me creerán; si caigo más bajo y menciono el precio, diez contos de reis, me darán la espalda con desprecio e indignación. Sin embargo, basta ver esta mirada felina, estos dos labios, maestros del cálculo, que incluso cerrados parecen estar contando algo, para adivinar en seguida que el rasgo capital de nuestro hombre es la voracidad del lucro. 

                          Entendámonos: ¡él cultiva el arte por el arte, no ama el dinero por lo que le puede dar, sino por lo que es en sí mismo! Que nadie pretenda verlo usufructuar de las grandes comodidades de la vida. No tiene una cama blanda, ni una mesa fina, ni carruaje, ni blasones. 

                          No se gana dinero para derrocharlo, decía él. Vive de migajas; todo lo que acumula es para la contemplación. Va muchas veces hasta la caja de caudales, que está en la alcoba, con el único fin de hartar sus ojos en la contemplación de las barras de oro y en los manojos de títulos. 

                          Otras veces, impulsado por un refinamiento de su erotismo pecuniario, los contempla en su memoria. En este particular, todo lo que yo pueda decir estaría por debajo de la elocuencia con que hablaría cualquiera de las cosas que él mismo podría afirmar o hacer en 1857.

                          Ya entonces millonario, o casi, encontró en la calle dos niños conocidos suyos, que le preguntaron si un billete de cinco mil reis que les había dado un tío, era verdadero. Circulaban por entonces algunos billetes falsos y los niños lo recordaron mientras paseaban. Falcão iba con un amigo. Tomó trémulo el billete, lo examinó bien, lo miró de un lado, luego de otro...

                          -¿Es falso? -preguntó con impaciencia uno de los niños.
                          -No, es verdadero.
                          -Devuélvamelo -dijeron al unísono los niños.
                          Falcão dobló el billete lentamente, sin quitarle los ojos de encima; después lo reintegró a los pequeños, y volviéndose hacia su amigo, que lo aguardaba, le dijo con el mayor candor del mundo:
                          -Da gusto ver dinero, aunque no sea de uno.

                          A tal punto llegaba su amor al dinero: hasta la contemplación desinteresada. ¿Qué otro motivo podía tener para detenerse frente a las vidrieras de los cambistas, cinco, diez, quince minutos, lamiendo con los ojos las pilas de libras y francos, tan prolijitos y amarillos? 

                          El mismo sobresalto con que tomó el billete de cinco mil reis, era un rasgo sutil, era el terror ante el posible billete falso. A nadie odiaba tanto como a los falsificadores de monedas, no porque fueran criminales, sino por lo perjudiciales que resultaban, porque desmoralizaban el dinero bueno.

                          El lenguaje de Falcão bien valdría un estudio. Cierto día, en 1864, volviendo del entierro de un amigo, aludió al esplendor del cortejo, exclamando con entusiasmo: "¡Sostenían el cajón tres mil contos!" y, como uno de los oyentes no le entendiese de inmediato, Falcão concluyó de la extrañeza del otro que en el fondo dudaba de él, y detalló: "Fulano cuatrocientos, Zutano seiscientos... 

                          Sí, señor, seiscientos; hace dos años, cuando disolvió la sociedad con el suegro, ya andaban por más de quinientos..." Y así prosiguió, demostrando, sumando y concluyendo: "¡Exactamente, tres mil contos!"

                          No era casado. Casarse era despilfarrar el dinero. Pero los años pasaron, y a los cuarenta y cinco empezó a sentir cierta necesidad moral, que no comprendió en seguida, y que era la nostalgia de la paternidad. No la falta de una mujer, no la de parientes, sino la de un hijo o hija, que para él sería como recibir un patacón de oro. 

                          Desgraciadamente, para cosechar tales beneficios ahora debería haber acumulado el capital en el momento debido, no podía empezar recién para ganarlo más tarde. Le quedaba la alternativa de la lotería; la lotería le dio el premio grande.

                          Murió su hermano y tres meses después su cuñada, dejando huérfana una hija de once años. Él la quería mucho, al igual que a otra sobrina, hija de una hermana viuda; las besaba una y otra vez cuando las visitaba; llegaba incluso al delirio de llevarles, una y otra vez, galletitas. 

                          Vaciló un poco, pero finalmente recogió a la huérfana; ella era la hija anhelada. No cabía en sí de la alegría; durante las primeras semanas, casi no salía de su casa, siempre a su lado, oyendo sus cuentos y festejándole todas sus ocurrencias.

                          Se llamaba Jacinta, y no era linda; pero tenía la voz melodiosa y era de modales suaves. Sabía leer y escribir, empezaba a aprender música. Trajo el piano consigo, el método y algunos ejercicios; no pudo traerse al profesor, porque el tío entendió que era mejor ir practicando lo que había aprendido, y un día... más tarde... Once años, doce años, trece años, cada año que pasaba creaba un nuevo vínculo que ataba al viejo solterón a la hija adoptiva, y viceversa. 

                          A los trece, Jacinta dirigía la casa; a los diecisiete era señora absoluta de todo. No abusó de su poder; era naturalmente modesta, frugal, medida.

                          -¡Un ángel! -decía Falcão a Paco Borges.
                          Este Paco Borges tenía cuarenta años, y era propietario de un depósito portuario de mercaderías. Iba a jugar con Falcão por la noche. Jacinta presenciaba los partidos. Tenía por entonces dieciocho años; no estaba más linda, pero decían todos que "se estaba poniendo muy atractiva". Era menuda, y al dueño del depósito le encantaban las mujeres pequeñas. Sus sentimientos fueron correspondidos y la atracción se transformó en amor.

                          -¡Comencemos! -decía Paco Borges al entrar, luego de los saludos.
                          Las cartas eran la sombrilla de los dos enamorados. No jugaban por dinero; pero Falcão tenía tal sed de lucro, que contemplaba las propias fichas y las contaba cada diez minutos, para ver si ganaba o perdía. 

                          Cuando perdía, se apoderaba de él un desaliento incurable, y él se replegaba poco a poco en el silencio. Si la suerte se empeñaba en perseguirlo, terminaba el partido y se levantaba de la mesa tan melancólico y ciego, que la sobrina y su novio podían tomarse de las manos una, dos, tres veces, sin que él advirtiese nada.

                          Esto ocurría en 1869. A principios de 1870 Falcão propuso a Paco Borges una venta de acciones. No las tenía, pero olfateó una gran baja, y calculaba ganarle de una sola vez treinta o cuarenta contos a Paco. Éste le respondió diplomáticamente que andaba pensando en proponerle lo mismo. Dado que ambos querían vender y ninguno de ellos comprar, podían unirse y proponer la venta a un tercero. Encontraron al tercero, y cerraron trato a sesenta días. 

                          Falcão estaba tan contento al volver del negocio, que el socio le abrió su corazón y le pidió la mano de Jacinta. Fue lo mismo que si, de repente, empezara a hablar en turco. Falcão lo miró, pasmado, sin entender. ¿Que le diese su sobrina? Pero entonces...

                          -Sí, te confieso que deseo ardientemente casarme con ella, y a ella... pienso que también le agradaría casarse conmigo.
                          -¡De ninguna manera! -interrumpió Falcão-. No, señor; es una niña, no estoy de acuerdo.
                          -Pero escúchame...
                          -No tengo nada que escuchar, no quiero.

                          Regresó a su casa irritado y aterrorizado. La sobrina se desvivió queriendo saber qué le ocurría, finalmente él le contó todo, y la llamó desagradecida. Jacinta empalideció; amaba a los dos, y los veía tan unidos que no se imaginó nunca ante la disyuntiva de tener que contraponer sus afectos. 

                          A solas en su cuarto, lloró largamente; después le escribió una carta a Paco Borges rogándole por las cinco llagas de Nuestro Señor Jesucristo que no provocase ningún escándalo ni se peleara con el tío; le decía que esperase y le juraba un amor eterno.

                          No se pelearon los dos amigos; pero los encuentros fueron haciéndose más esporádicos y fríos. Jacinta no se reunía con ellos en el comedor, o si lo hacía se retiraba en seguida. El terror de Falcão era enorme. Él amaba a su sobrina con un amor de perro, que persigue y muerde a los extraños. La quería para sí, no como hombre, sino como padre. 

                          La paternidad natural infunde fuerzas para consumar el sacrificio de la separación; la paternidad de Falcão era impostada y, tal vez por eso mismo, más egoísta. Nunca había pensado en perderla; ahora, empero, eran treinta mil los recaudos que tomaba para evitarlo, ventanas cerradas, advertencias a la criada negra, una vigilancia perpetua, un incesante control de gestos y palabras, una auténtica caza de brujas.

                          Entre tanto el sol, modelo de todo funcionario, continuó sirviendo puntualmente a los días, uno a uno, hasta llegar a los dos meses del plazo convenido para la entrega de las acciones. Éstas debían bajar, según las previsiones de los dos; pero las acciones, como las loterías y las batallas, se burlan de los cálculos humanos. En aquel caso, además de burla, hubo crueldad, porque ni bajaron ni se mantuvieron estables, sino que repuntaron hasta convertir el esperado lucro de los cuarenta contos en una pérdida de veinte.

                          Fue entonces cuando Paco Borges tuvo una ocurrencia genial. En la víspera, cuando Falcão, abatido y mudo, paseaba por el comedor su desencanto, Borges le propuso costear solo todo el déficit, si él accedía a darle la mano de su sobrina. A Falcão se le encendieron los ojos.

                          -¿Que yo...?

                          -Exactamente -interrumpió el otro riendo.

                          -No, no...

                          No quiso; tres o cuatro veces rechazó el ofrecimiento. La primera impresión había sido de alegría, eran diez contos que no se irían de su bolsillo. Pero la idea de separarse de Jacinta era insoportable y la rechazó. Durmió mal. 

                          De mañana, encaró la situación, ponderó las cosas, consideró que, entregándole al otro su sobrina, no perdía totalmente, mientras que de no proceder así, los diez contos se esfumaban irremediablemente. Y, además, si ella lo quería y él la quería a ella ¿por qué razón separarlos? 

                          Todas las hijas se casan, y los padres se contentan viéndolas felices. Corrió a casa de Paco Borges y llegaron a un acuerdo.

                          -Hice mal, muy mal -vociferaba él la noche del casamiento-. ¡Tan amigos que éramos! ¡Tan amorosa que fue siempre conmigo! Iba llorando, pobrecita... Hice mal, muy mal.

                          Había cesado el terror de los diez contos; empezaba el hastío de la soledad. A la mañana siguiente, fue a visitar a la pareja. Jacinta no se limitó a ofrecerle un buen almuerzo, sino que, además, lo llenó de mimos y atenciones; pero ni éstos ni el almuerzo le restituyeron la alegría. 

                          Al contrario, la felicidad de la pareja lo entristeció más. Al regresar a su casa no encontró la carita tierna de Jacinta. Nunca más volvería a oír sus canciones de niña y muchacha; no sería ella quien le haría el té, quien habría de traerle, por la noche, cuando él quisiese leerlo, el viejo tomo gastado de Saint-Clair de las Islas, dádiva de 1850.

                          -Hice mal, muy mal...

                          Para remediar el daño hecho, transfirió el juego de cartas a la casa de la sobrina, y allá iba, por la noche, a vérselas con Paco Borges. Pero la fortuna cuando flagela a un hombre, le desbarata todas sus bazas. Cuatro meses más tarde, los recién casados se fueron a Europa; la soledad tomó las dimensiones de la extensión del mar. Falcão tenía por entonces cincuenta y cuatro años. 

                          Ya aceptaba con más resignación el casamiento de Jacinta; tenía, incluso, el plan de ir a vivir con ellos, ya sea gratuitamente, o mediante una pequeña retribución, que calculó que sería mucho más económica que el gasto que le demandaba vivir solo. Todo se esfumó; ahí está él otra vez en la situación en que se encontraba ocho años antes, con la diferencia de que la suerte le había arrancado la copa entre dos tragos.

                          Así estaban las cosas cuando cayó en su casa otra sobrina. Era la hija de su hermana viuda, que, al borde de la muerte, le pedía encarecidamente que se ocupase de ella. Falcão no prometió nada, porque un cierto instinto lo llevaba a no prometer jamás nada a nadie, pero lo cierto es que recibió a la sobrina tan pronto como su hermana cerró los ojos. No tuvo recelos de ningún tipo; por el contrario, le abrió las puertas de su casa con el júbilo de un alma enamorada, y casi bendijo la muerte de su hermana. Volvía a recuperar a la hija perdida.

                          "Ésta ha de cerrar mis ojos", se decía.

                          No era fácil. Virginia tenía dieciocho años, sus facciones eran hermosas y originales; era esbelta y atractiva. Para evitar que se la arrebataran, Falcão empezó por donde había terminado la primera vez: ventanas cerradas, advertencias a la criada negra, salidas contadas, sólo con él y mirando hacia el suelo. Virginia no se mostró enfadada.
                          -Nunca fui ventanera -decía ella-, y me parece muy feo que una muchacha viva pendiente de lo que ocurre en la calle.

                          Otro recaudo de Falcão fue no traer a su casa sino hombres de cincuenta años para arriba o casados, cuando eran menores. Por último, dejó de inquietarse por la baja de las acciones. Y todo eso era innecesario porque la sobrina no se ocupaba de otra cosa que de él y de la casa. A veces, como la vista del tío comenzaba a disminuir mucho, le leía ella misma alguna página del Saint-Clair de las Islas. 

                          Para suplantar a los compañeros de mesa, cuando faltaban, aprendió a jugar a las cartas, y sabiendo que a su tío le gustaba ganar, siempre lograba perder. Llegaba más lejos: cuando perdía mucho, simulaba estar ofuscada o triste, con el único propósito de darle a su tío una pizca más de placer.

                           Él entonces se reía con ganas, se burlaba de ella, le decía que su nariz era larga, pedía un pañuelo para enjugarle las lágrimas; pero no dejaba de contar sus fichas de diez en diez minutos, y si alguna caía al suelo (eran granos de maíz) bajaba la vela para recogerla.

                          Tres meses más tarde, Falcão se enfermó. La molestia no fue grave ni larga; pero el terror de la muerte se apoderó de su espíritu, y fue entonces cuando pudo advertirse hasta qué punto llegaba su apego a la muchacha. Cada visitante que llegaba era recibido con rispidez, o por los menos con sequedad. 

                          Los íntimos padecían más, porque él les decía brutalmente que todavía no era un cadáver, que la presa todavía estaba viva, que los buitres se equivocaban de olor, etcétera. Virginia, en cambio, nunca tuvo que sufrir un solo instante de mal humor. Falcão la obedecía en todo, con pasividad de niño, y cuando reía era porque ella lo hacía reír.

                          -Vamos, tome su remedio, déjese de rezongos, usted es ahora mi hijo...

                          Falcão sonreía y bebía el preparado. Ella se sentaba al borde de la cama, le narraba cuentos, vigilaba el reloj para darle a horario los caldos o la carne de gallina, le leía el sempiterno Saint-Clair. Llegó la convalecencia. Falcão salió a dar algunos paseos, en compañía de Virginia. 

                          La prudencia con que ésta, dándole el brazo, iba mirando las piedras de la calle, cuidándose de encarar los ojos de algún hombre, le encantaba a Falcão.

                          "Ésta ha de cerrar mis ojos", se repetía. Un día llegó a pensarlo en voz alta:

                          -¿No es cierto que tú habrás de cerrar mis ojos?

                          -¡No diga tonterías!

                          Allí mismo, en la calle, él se detuvo, le estrechó fuertemente las manos, agradecido, no sabiendo qué decir. Si tuviese la facultad de llorar, seguramente en aquel instante sus ojos se habrían humedecido. De vuelta en casa, Virginia corrió a su habitación a releer una carta que le entregara en la víspera una tal doña Bernarda, amiga de su madre. 

                          Estaba fechada en Nueva York y traía por toda firma este nombre: Reginaldo. Uno de los párrafos decía así:

                          Parto de aquí en el vapor del día 25. Espérame. No sé todavía si iré a verte en seguida o no. Tu tío debe acordarse de mí; me vio en casa de mi tío Paco Borges, el día del casamiento de tu prima...
                          Cuarenta días después desembarcaba este Reginaldo, llegado de Nueva York, con treinta años cumplidos y trescientos mil dólares. Veinticuatro horas después visitó a Falcão, que lo recibió apenas con educación. Pero Reginaldo era fino y práctico; dio con la cuerda principal de su interlocutor y la hizo tañer. Le habló de los prodigiosos negocios de los Estados Unidos, las hordas de monedas que corrían de uno a otro de los océanos que bañaban sus costas. Falcão lo escuchó deslumbrado y le pedía más y más información. 

                          Entonces el otro le hizo un extenso recuento de las compañías y bancos, acciones, saldos de finanzas públicas, riquezas particulares, organización municipal de Nueva York; le describió los grandes palacios consagrados al comercio...

                          -Realmente es un gran país -decía Falcão de cuando en cuando. Y luego de tres minutos de reflexión-, pero, por lo que usted cuenta, sólo hay oro.

                          -Oro, sólo, no; hay mucha plata y papel; pero allí papel y oro es la misma cosa. Y ni qué hablar de monedas de otras naciones. Le mostraré una colección que traigo. Mire: para ver lo que es aquello basta fijarse en mí: fui allá pobre, tenía veintitrés años; al cabo de siete años, traigo seiscientos contos.

                          Falcão se estremeció:

                          -Yo, a su edad, -confesó-, apenas si llegaba a cien.

                          Estaba encantado. Reginaldo le dijo que necesitaba dos o tres semanas para contarle los milagros del dólar.

                          -¿Cómo dice usted que se llama?

                          -Dólar.

                          -¿Me creerá si le digo que nunca vi esa moneda?

                          Reginaldo sacó del bolsillo del chaleco un dólar y se lo mostró. Falcão, antes de tenerlo en su mano, lo atrapó con los ojos. Como estaba un poco oscuro, se incorporó y fue hasta la ventana para examinarlo bien de ambos lados; después lo restituyó a su dueño, elogiando mucho el dibujo y la acuñación, agregando que nuestros antiguos patacones eran también muy lindos.

                          Las visitas se repitieron. Reginaldo resolvió pedir la mano de la muchacha. Ésta, empero, le dijo que era preciso obtener primero la anuencia del tío; no se casaría contra su voluntad. Reginaldo no se desanimó. Se empeñó en redoblar sus atenciones para con Falcão; abarrotó al tío de Virginia de dividendos fabulosos.

                          -A propósito, nunca me mostró su colección de monedas -le dijo un día Falcão.

                          -Venga mañana a mi casa.

                          Falcão fue. Reginaldo le mostró la colección metida en un mueble cuyos cuatro lados eran de vidrio. La sorpresa de Falcão fue extraordinaria; esperaba encontrar una cajita con un ejemplar de cada moneda, y encontró montañas de oro, plata, bronce y cobre. 

                          Falcão les echó una ojeada general y colectiva; después empezó a observarlas en detalle. Sólo reconoció las libras, los dólares y los francos; pero Reginaldo las nombró todas: florines, coronas, rublos, dracmas, pesos, rupias, toda la numismática del trabajo, concluyó poéticamente.

                          -Pero ¡qué paciencia la suya para juntar todo esto! -dijo él.

                          -No fui yo quien las juntó -replicó Reginaldo-; la colección pertenecía al expolio de un personaje de Filadelfia. Me costó una bagatela: cinco mil dólares.

                          En verdad, la colección valía más. Falcão salió de allí con la colección en el alma; le habló de ella a su sobrina e imaginariamente desordenó y volvió a ordenar las monedas, como un amante revuelve los cabellos de la amada para volver a acariciarlos otra vez. 

                          Esa noche soñó que era un florín, que un jugador lo arrojaba a la mesa del lansquenet, y que él traía consigo, hacia el bolsillo del jugador, más de doscientos florines. A la mañana siguiente, para consolarse, fue a contemplar las primeras monedas que tenía en la caja de caudales; pero no encontró el consuelo que buscaba. 

                          El mejor de los bienes es el que no se posee. Días después, estando en el comedor de su casa, le pareció ver una moneda en el suelo. Se agachó para recogerla; no era una moneda, era una simple carta. La abrió distraídamente y la leyó asombrado: era de Reginaldo y estaba dirigida a Virginia...

                          -¡Basta! -me interrumpe el lector-; adivino lo demás. Virginia se casó con Reginaldo, las monedas pasaron a manos de Falcão, y eran falsas...

                          No, señor, eran verdaderas. Hubiera sido más ético que, para castigo de nuestro hombre, fuesen falsas; pero ¡ay de mí!, yo no soy Séneca, no paso de un Suetonio que contaría diez veces la muerte de César, si él resucitase diez veces, pues no retornaría a la vida sino para volver al imperio.


                          FIN

                          Anécdota pecuniaria[Cuento. Texto completo]
                          J. M. Machado de Assis







                          Joaquim Machado de Assis - Wikipedia, la enciclopedia libre

                          Joaquim Maria Machado de Assis pronunciación AFI: [ʒoa'kĩ ma'riɐ ma'ʃadu dʒi a'siʃ] (Río de Janeiro, 21 de junio de 1839 — Río de Janeiro, 29 de septiembre ...
                          es.wikipedia.org/wiki/Joaquim_Machado_de_Assis - En caché - Similares


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                          UNA AMABILIDAD del ESCRITOR
                           Luis Lopez Nieves 
                           de http://www.ciudadseva.com/
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                          Don Miguel de Unamuno en Salamanca (2 de 2)




                          “Mi España agoniza y va acaso a morir en la cruz de la espada – y con efusión de sangre.” – Miguel de Unamuno; 

                          ‘La Agonía del Cristianismo’.

                          El 14 de abril de 1931, Miguel de Unamuno proclama a la República en Salamanca. Desde el balcón del ayuntamiento, el filósofo declara que comienza: “Una nueva era y termina una dinastía que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido”. 

                          La República le repone en el cargo de Rector de la 
                          Universidad Salmantina.

                          En 1934 se jubila de su actividad docente y es nombrado Rector vitalicio, a título honorífico, de la Universidad de Salamanca, que crea una cátedra con su nombre. 

                          En 1935 es nombrado ciudadano de honor de la República. Fruto de su desencanto, expresa públicamente sus críticas sobre algunas reformas y también a la clase política en el gobierno republicano de Manuel Azaña.

                          Al iniciarse la guerra civil española, apoyó inicialmente a la sublevación militar. Miguel de Unamuno quiso ver en los militares alzados a un conjunto de regeneracionistas autoritarios dispuestos a encauzar la deriva del país. La práctica totalidad del consistorio salmantino es destituida por las nuevas autoridades y sustituida por personas adictas a la sublevación militar, el denominado Movimiento Nacional. Miguel de Unamuno acepta el acta de concejal que le ofrece el nuevo alcalde salamantino.

                          Sin embargo, el entusiasmo por la sublevación pronto se torna en desengaño, especialmente ante el cariz que toma la represión en Salamanca. Se amontonan las cartas de mujeres de amigos, conocidos y desconocidos, que le piden que interceda por sus maridos encarcelados, torturados y fusilados.

                          Sus amigos salmantinos, Casto Prieto Carrasco, alcalde republicano de Salamanca, y José Andrés Manso, diputado socialista, habían sido asesinados, así como su alumno predilecto y Rector de la Universidad de Granada, Salvador Vila Hernández. En la cárcel se hallaban recluidos sus amigos el doctor Filiberto Villalobos y el periodista José Sánchez Gómez, éste a la espera de ser fusilado. Su también amigo, el pastor de la Iglesia anglicana Atilano Coco, estaba amenazado de muerte y fue fusilado en diciembre de 1936.

                          El 12 de octubre de 1936, en plena Guerra Civil española, la plana mayor del bando nacional se reunió en Salamanca para celebrar el día de la Raza (ó día de la Hispanidad). Así se celebra un acto conferenciante, el mismo 12 de octubre de 1936, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. 

                          Tras la misa en la Catedral de Salamanca, los dignatarios políticos y eclesiásticos se trasladaron a la Universidad de Salamanca para seguir la ceremonia bajo la presidencia del Rector, el filósofo y escritor de 73 años, don Miguel de Unamuno. 

                          El acto lo preside el Rector, Miguel de Unamuno. Entre los asistentes está Carmen Polo, la esposa del general Francisco Franco, que encabeza a la sublevación militar, y también el fundador de la Legión Española, general José Millán-Astray.

                          Entre el hombre de cultura y el hombre del sable se produce un enfrentamiento, de altísima intensidad, reflejo de dos diferentes estados de evolución de la mente humana, y de las diferentes posiciones encontradas en esas excepcionales circunstancias históricas. 

                          De esta forma el Paraninfo de la Universidad de Salamanca fue testigo, el 12 de octubre de 1936, del enfrentamiento de Miguel de Unamuno con el general de la Legión, José Millán Astray, en una agria discusión que acabaría suponiendo el arrinconamiento del intelectual en los últimos meses de su vida.

                          Durante el acto varios oradores soltaron tópicos que atacaban lo que denominan la “anti-España”. Miguel de Unamuno, que antes había apoyado públicamente la sublevación militar, realiza una dura critica la rebelión de los militares contra el Gobierno legal republicano. 

                          Miguel de Unamuno, que había estado tomando apuntes sin intención de hablar, se puso en pie y pronunció un apasionado discurso.

                          “Venceréis, pero no convenceréis.”

                          Miguel de Unamuno:

                          “Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra es sólo una guerra incivil… Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión. 

                          El odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora.


                          Se ha hablado también de catalanes y vascos, llamándolos anti-España; pues bien, con la misma razón pueden ellos decir otro tanto. Y aquí está el señor Obispo, catalán, para enseñaros la doctrina cristiana que no queréis conocer, y yo, que soy vasco, llevo toda mi vida enseñándolos la lengua española, que no sabéis…”.

                          Al poco tiempo de comenzar sus palabras, surgió la polémica entre el Rector, Miguel de Unamuno, con el general José Millán Astray, fundador de la Legión Española. 

                          El cruce de palabras iban y venían, mostrando así unas posiciones extremas de lados opuesto. El general José Millán Astray estaba acompañado por muchos simpatizantes, entre ellos, un grupo de legionarios armados.

                          En ese momento, el general José Millán Astray, interrumpió gritando:

                          “¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar? “.

                          Su escolta presentó armas – y alguien del público gritó: 

                          “¡Viva la muerte!”.

                          “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”.

                          José Millán-Astray:

                          “Catalunya y el País Vasco, el País Vasco y Catalunya, son cánceres en el cuerpo de la nación. El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cortando en la carne viva y sana como un frío bisturí. La carne sana es la tierra, la enferma su gente. El fascismo y el ejército arrancarán a la gente para restaurar en la tierra el sagrado reino nacional. 

                          Cada socialista, cada republicano y cada uno de ellos sin excepción y, huelga añadirlo, cada comunista, es un rebelde contra el gobierno nacional, que será pronto reconocido por los estados totalitarios que nos auxilian, a pesar de Francia, democrática Francia, y la pérfida Inglaterra.

                          Y entonces, o incluso antes, cuando Franco lo quiera, y con la ayuda de mis valientes moros, que si bien ayer me destrozaron el cuerpo, hoy merecen la gratitud de mi alma por combatir a los malos españoles… porque dan la vida por la sagrada religión de España, escoltan al caudillo, prenden medallas y Sagrados Corazones en sus albornoces”.

                          Al terminar José Millán Astray su predica, desde el fondo del paraninfo, una voz gritó el lema de Millán Astray en la Legión Española:

                          “¡Viva la muerte!”.

                          Y José Millán Astray lanzo el grito de: “¡España!”.

                          Automáticamente, cierto número de personas contestaron: 

                          “¡Una!”.

                          “¡España!”, volvió a gritar José Millán Astray.

                          “¡Grande!”, replicó el auditorio a su favor.

                          Y al grito final de “¡España!”, contestan: “¡Libre!”.
                          “¡España: Una, Grande y Libre!”.

                          Resollando, José Millán Astray, se cuadró, mientras se oían gritos de “¡Arriba España!”.

                          Se produjo un silencio mortal, y unas miradas angustiadas se volvieron hacia Miguel de Unamuno… Miguel de Unamuno, arrepentido por el apoyo inicial prestado a la sublevación militar, apesadumbrado por los continuos encarcelamientos y fusilamientos de intelectuales y amigos – tan solo a principios de octubre, Miguel de Unamuno visitó al general Francisco Franco en el Palacio Episcopal para suplicar inútilmente clemencia para sus amigos presos – no pudo más, estallando para hablar ante tanta irracionalidad.

                          Miguel de Unamuno:

                          “Todos estáis pendientes de mis palabras. Todos me conocéis y me sabéis incapaz de callar. No aprendí a hacerlo en los setenta y tres años de mi vida. Y ahora no quiero aprenderlo. 

                          Callar, a veces significa mentir porque el silencio puede interpretarse como aquiescencia. Yo no podría sobrevivir a un divorciado entre mi conciencia y mi palabra, que siempre han formado una excelente pareja. Voy a ser breve. 

                          La verdad es más verdad cuando se manifiesta desnuda, libre de adornos y de palabrería.

                          Quisiera comentar el discurso – por llamarlo de alguna forma – del general Millán Astray, quien se encuentra entre nosotros… 

                          Dejemos aparte el insulto personal que supone la repentina explosión de ofensas contra vascos y catalanes. Yo nací en Bilbao, en medio de los bombardeos de la segunda guerra carlista. 

                          Más adelante me casé con esta ciudad de Salamanca, tan querida, pero sin olvidar jamás mi ciudad natal. El obispo, quiéralo o no, es catalán nacido en Barcelona.

                          Acabo de oír el grito necrófilo y sin sentido de ¡Viva la muerte!, esto me suena lo mismo que ¡Muera la vida! 

                          Y yo que he pasado toda la vida creando paradojas que provocaron el enojo de los que no las comprendieron, he de deciros, con la autoridad en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. 

                          Puesto que fue proclamada en homenaje al último orador, entiendo que fue dirigida a él, si bien de una forma excesiva y tortuosa, como testimonio de que él mimo es un símbolo de la muerte.

                          ¡Y otra cosa! El general Millán Astray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. 

                          Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente, hay hoy demasiados inválidos en España. Y pronto habrá mas, si Dios no nos ayuda… 

                          Me duele pensar que el general Millán Astray pueda dictar normas de psicología de las masas. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre – no un superhombre – viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido como dije, que carezca de esa superioridad del espíritu, suele sentirse aliviado viendo cómo aumenta el número de mutilados alrededor de él. 

                          El general Millán Astray no es uno de los espíritus selectos, aunque sea impopular, o quizá por esta misma razón, porque es impopular. 

                          El general Millán Astray quisiera crear una España nueva – creación negativa sin duda – según su propia imagen. Y por ello desearía ver España mutilada, como inconscientemente dio a entender”.

                          Furioso gritó el general José Millán Astray:

                          “¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!”.

                          En este momento, para calmar los ánimos, el poeta José María Pemán, presente en el acto, exclama:

                          “¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los falsos intelectuales, traidores!”.

                          Miguel de Unamuno no se amilanó, concluyendo…

                          Miguel de Unamuno:

                          “Éste es templo de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. 

                          Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis pero no convenceréis. 

                          Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: la razón y derecho en la lucha. Me parece inútil que penséis en España. He dicho”.

                          En medio del tumulto exaltado en el auditorio, el general José Millán Astray señala a Carmen Polo, esposa del general Francisco Franco, y le dice a Miguel de Unamuno:

                          “Coja del brazo a la señora”.

                          Miguel de Unamuno así lo hizo, evitando que el incidente acabara en tragedia. Carmen Polo le coge del brazo, y Miguel de Unamuno puede abandonar el recinto sin ser agredido.

                           El escritor sale del lugar junto al Obispo de la Diócesis, Enrique Pla y Deniel, siendo acompañado hasta su casa por Carmen Polo y la guardia personal de ella.

                          Horas después, la corporación municipal salmantina se reúne de forma secreta y decide expulsar a Miguel de Unamuno, que conservaba su acta de concejal del Ayuntamiento. 

                          Desde ese momento, el escritor sufre las represalias del bando sublevado. El 22 de octubre de 1936, el general Francisco Franco firma el decreto de destitución de Miguel de Unamuno como Rector de la Universidad de Salamanca.

                          Miguel de Unamuno intentó exiliarse, pero no se lo permitieron. Le colocaron un policía a la puerta de su casa para que vigilara todos sus movimientos, y para reducirle al silencio. 

                          Al general Francisco Franco le llegaron peticiones de muerte para aquel intelectual incómodo y atrevido. En aquella Salamanca militarizada y cuartelera – “la capital castrense de España” – le llamo Miguel de Unamuno, pasó a ser un sospechoso para todos. Le quedaba poco tiempo de vida, y sus últimos días los pasa bajo arresto domiciliario, en un estado de desolación, desesperación y soledad.

                          Trágicamente, solo, aislado, marginado, atemorizado, vigilado y represaliado, se sintió cada día más agónico en sus ideas y en su existencia física. Sus amigos o le habían abandonado, o estaban presos o fusilados. 

                          Era un Miguel Unamuno, que describió años después Elías Díaz: “contradictorio, agónico, en eterna e inacabable lucha consigo mismo”. 

                          El 13 de diciembre de 1936 escribió a un amigo:

                           “Qué cándido y que ligero anduve al adherirme al movimiento de Franco”. 

                          Y le volvía a repetir: 

                          “Vencerán pero no convencerán. Conquistarán, pero no convertirán”.

                          Fallece en su domicilio de Salamanca en la tarde del 31 de diciembre de 1936. 

                          Su rostro destacaba la placidez, algo distinto a lo que podía resumir una existencia espiritual, atormentada, apasionada, rebelde, inconformista, individualista y contradictoria. Ha muerto del “mal de España”, dijo José Ortega y Gasset.

                          Sin pudor y sin vergüenza, los fascistas utilizaron su cadáver. El falangista Víctor de la Serna fue el encargado de organizar el último esfuerzo por reintegrar el cuerpo sin vida de Miguel de Unamuno a los símbolos de parafernalia de la rebelión militar. 

                          Acompañaron al féretro los mismos catedráticos que habían firmado su expulsión de la Universidad de Salamanca, un féretro del que se apoderaron los de la Falange Española, entre ellos el tenor Miguel Fleta, todos ellos bien pertrechados de correajes paramilitares con signos fascistas. Para entonces, don Miguel de Unamuno, tan solo podía guardar silencio.

                          Don Miguel de Unamuno. Tratando de comprender su personalidad, individualista e independiente, como la definió Salvador de Madariaga: “esencialmente insociable”, puede entenderse su reacción ante el 18 de julio de 1936, en su biografía desde esa maldita fecha, hasta el momento de su fallecimiento. 

                          Leyendo “Agonizar en Salamanca” de Luciano G. Egido, un texto emocionante y conmovedor, que narra los últimos meses de vida de don Miguel de Unamuno, aquel vasco que hizo de Salamanca su espacio más vital.

                          En esa biografía también quedaría observar su destierro en Hendaya durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera; las dos ocasiones en las que fue propuesto para el Premio Nóbel de Literatura; sus cien títulos de novela, teatro, ensayo y poesía; sus centenares de artículos; sus cargos de Rector de la Universidad de Salamanca, de la que fue Catedrático – Profesor de Lengua española en la Facultad de Filosofía y Letras.

                           Fue concejal en el Ayuntamiento de Salamanca, por la formación republicana – socialista, siendo liberal de toda la vida, Diputado a Cortes en la II República, nombrado ciudadano de honor de la República en 1935, y Doctor Honoris Causa por la Universidad de Oxford; como testimonios de una vida intensa quedarían los retratos de Juan de Echevarría, Ramón Zubiaurre, Ignacio Zuloaga y Gutiérrez Solana, así como las estatuas y bustos de Pablo Serrano y Victorio Macho.


                          El 18 de julio de 1936, quiso creer que la rebelión militar aportaría tranquilidad y orden, que los sublevados se mantendrían fieles al régimen republicano, que garantizarían la rectificación de la República que él había demandado. 

                          No ocultó entonces, como tampoco lo había ocultado antes, sus críticas hacía la política de la República, su inquietud por la posible deriva de la política en el gobierno del Frente Popular hacia el comunismo, y su particular diferencia con don Manuel Azaña. 

                          Maximalista en sus postulados y exigencias, se fue desencantando progresivamente de la República. 

                          Le irritaba el aire ruidoso y populachero de algunas manifestaciones del Frente Popular, le producía pavor la multitud, porque despersonalizaba a la individualidad.

                          Durante los días posteriores al golpe militar del 18 de julio de 1936, se siguió comportando como si nada hubiera pasado. 

                          El 25 de julio de 1936 aceptaba formar parte del Ayuntamiento de Salamanca que sustituiría al de la República. 

                          Todo ocurría en aquella misma sede municipal donde él había sido concejal, donde cinco años antes el mismo había proclamado la República, y en donde desde el balcón había dicho: “¡Ya estoy aquí! En mi Salamanca!”, cuando regresó del destierro, y se sintió acompañado de obreros y estudiantes.

                          Luego como concejal de aquel nuevo ayuntamiento – producto de la sublevación militar – afirmó:

                           “Hay que salvar la civilización occidental y la civilización cristiana frente a la anarquía… Estoy aquí sirviendo a España, por la República”. 

                          Eran confesiones y declaraciones espontáneas y sinceras, pero trágicamente, algo le impedía ver y aceptar las consecuencias de su actitud, y la utilización que se hacía de sus palabras. 

                          Una ceguera intelectual le impedía ver la realidad de lo que estaba ocurriendo y aceptar que aquello era una guerra civil. En la zona republicana, fue acusado de colaborar con los militares rebeldes y de servir al fascismo.


                          Supo que en Salamanca habían matado al profesor Casto Prieto Carrasco, su amigo y alcalde republicano, y a José Andrés Manso, diputado socialista y presidente de la Federación Obrera, el mismo que tantas veces había invitado al profesor a que hablara en la Casa del Pueblo, sede del Partido Socialista. 

                          También supo que en Granada el 26 de noviembre de 1936 habían fusilado al profesor Salvador Vila Hernández, Rector de la Universidad de Granada y discípulo predilecto suyo en la Universidad de Salamanca, y que en la misma Salamanca habían detenido al Dr. Filiberto Villalobos, otro amigo, ex ministro de Instrucción Pública, liberal, médico y catedrático de la Universidad de Salamanca.


                          Frente a su incomprensible actitud, estaban los intelectuales que apoyaban a la República: Ramón J. Sénder, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Vicente Aleixandre, Max Aub, Manuel Altolaguirre, José Bergamín, Luis Cernuda. 

                          En los últimos días del mes de octubre de 1936, un grupo de intelectuales publicaba un manifiesto “Contra la barbarie fascista”, y hacía un llamamiento a la conciencia internacional. Firmaban el filólogo e historiador Ramón Menéndez Pidal, el escultor Victorio Macho, el químico Enrique Moles, el escritor Moreno Villa, el profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, Tomás Navarro.


                          En la zona republicana, la Gaceta de Madrid publicaba, el 23 de agosto de 1936, el Decreto que destituía a Miguel de Unamuno como Rector vitalicio de la Universidad de Salamanca, a la que había cedido toda su biblioteca, una donación que mantuvo y ratificó en noviembre de aquel año de 1936. 

                          Y en la zona fascista, el día 1 de noviembre de 1936, la Junta de Defensa Nacional, presidida entonces por el general Miguel Cabanellas, firmaba en Burgos la reposición en todos sus cargos a Miguel de Unamuno y le nombraba Presidente de la Comisión Depuradora de Responsabilidades Políticas en el distrito universitario de Salamanca.

                          El 12 de octubre de 1936, en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca se celebró con solemnidad manifiesta el Día de la Raza. El profesor Ramos Loscertales habló del imperio español y de las esencias históricas de la raza hispana. Intervinieron también el dominico Pablo Beltrán de Heredia, el catedrático de Literatura Francisco Maldonado y José María Pemán.

                           Miguel de Unamuno no tenía previsto intervenir, pero no pudo evitar decir lo que venía pensando y callando.

                           Estaba harto de silenciar lo que ocurría, que le avergonzaba y enfurecía. En el bolsillo llevaba la carta que le había remitido pidiendo ayuda, la mujer de su amigo Atilano Coco, pastor protestante condenado a muerte y fusilado el 8 de diciembre de 1936.

                          Sus palabras fueron: “Vencer no es convencer y hay que convencer sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora”.

                          Cuando Miguel de Unamuno terminó su breve intervención, el general José Millán Astray, fundador de la Legión española, contestó resumiendo lo que aquel militar representaba:

                           “¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!”.

                          Miguel de Unamuno aun pudo replicar:

                           “Os falta razón y derecho en la lucha… Es inútil pediros que penséis en España”.

                          Al día siguiente, 13 de octubre de 1936, la corporación municipal de Salamanca, en sesión secreta, decidía la expulsión de Miguel de Unamuno que aún seguía siendo concejal de aquel Ayuntamiento.

                           El proponente fue el concejal Rubio Polo, quien reclamó su expulsión de esta forma: “…por España, en fin, apuñalada traidoramente por la pseudo-intelectualidad liberal-masónica cuya vida y pensamiento… sólo en la voluntad de venganza se mantuvo firme, en todo lo demás fue tornadiza, sinuosa y oscilante, no tuvo criterio, sino pasiones; no asentó afirmaciones, sino propuso dudas corrosivas; quiso conciliar lo inconciliable, el Catolicismo y la Reforma; y fue, añado yo, la envenenadora, la celestina de las inteligencias y las voluntades vírgenes de varias generaciones de escolares en Academias, Ateneos y Universidades”.


                          Un día después, el Consejo General del Claustro de la Universidad de Salamanca, en una decisión vejatoria, acordó por unanimidad su expulsión de la Universidad de Salamanca sobre la base de su “descortesía rencorosa”, un acuerdo que el general Francisco Franco ratificó el 22 de octubre de 1936, firmando el Decreto de destitución como Rector de la Universidad de Salamanca.

                          Los últimos días de vida – de octubre a diciembre de 1936 – los pasó bajo arresto domiciliario en su casa, en un estado – en palabras de Fernando García de Cortázar – de resignada desolación, desesperación y soledad. Fallece el 31 de diciembre de 1936. 

                          A su muerte, el poeta Antonio Machado, escribió: “Señalemos hoy, que Unamuno ha muerto, repentinamente, como el que muere en la guerra. ¿Contra quién? Quizá contra sí mismo”.

                          El 20 de octubre de 1936, en una entrevista mantenida con el escritor Nikos Kazantzakis, don Miguel de Unamuno, declara unas palabras testimoniales e históricas:

                          “En tanto me iban horrorizando los caracteres que tomaba esta tremenda guerra civil sin cuartel, debida a una verdadera enfermedad mental colectiva, a una epidemia de locura con cierto substrato patológico-corporal. Que dan el tono, no formaciones políticas, sino bandas de malhechores degenerados, criminales natos sin ideología alguna que van a satisfacer feroces pasiones atávicas sin ideología alguna. 

                          A la natural reacción a esto toma también muchas veces, desgraciadamente, caracteres frenopáticos… Las inauditas salvajadas exceden toda descripción y he de ahorrarme retórica barata. La barbarie es unánime. Es el régimen de terror por las dos partes. España está espantada y horrorizada de sí misma. 

                          Y si no se contiene a tiempo, llegará al borde del suicidio moral. Ha brotado como epidemia, la guerra católica y la anticatólica. Aúllan y piden sangre los hunos y los otros. Y aquí está mi pobre España, que se está desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo…

                          Es deber también traer una paz de convencimiento y de conversión, que ha de lograr la unión moral de todos los españoles, para restablecer la patria. Y para ello impedir que se vayan en su reacción más allá de la justicia y hasta de la humanidad. 

                          Que no es camino el que se pretenda formar compulsivos, por fuerza y por amenaza, obligando por el terror, ni convencidos ni convertidos… Triste cosa sería que el bárbaro, anti-civil e inhumano régimen bolchevique se quisiera sustituir con un bárbaro, anti-civil e inhumano régimen de servidumbre totalitaria. 

                          Ni lo uno ni lo otro, que en el fondo son lo mismo.”


                          “Venceréis, pero no convenceréis”






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                          1. Miguel de Unamuno - Wikipedia, la enciclopedia libre

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                          4. Miguel de Unamuno - Wikipedia, the free encyclopedia

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                            Miguel de Unamuno y Jugo (29 September 1864, Bilbao, Biscay, Basque Country ...
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                          6. Miguel de Unamuno

                            Miguel de Unamuno ("Wikipedia"). http://es.wikipedia.org/wiki/ ... [Carta de Miguel de Unamuno a Benito Pérez Galdós, 16 de noviembre de 1902]. ...
                            www.litesnet.com/unamuno.htm - En caché
                          7. WebMii - Miguel De Unamuno

                            Miguel de Unamuno - Wikipedia, la enciclopedia libre. Wikisource contiene obras originales de o sobre Miguel de Unamuno.Wikisource . ...
                            www.webmii.es/Result.aspx/Miguel/de%20Unamuno - 
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