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                          La partida de billar - Alphonse Daudet







                          Como combaten desde hace dos días y han pasado la noche con el petate al hombro bajo una lluvia torrencial, los soldados están extenuados. Sin embargo, hace ya tres mortales horas que se les tiene aquí pudriéndose, con el arma a los pies, en los charcos de las carreteras, en el barro de los campos inundados.

                          Abatidos por la fatiga, por las noches pasadas, por los uniformes empapados, se aprietan unos contra otros para calentarse y sostenerse. Algunos duermen de pie, apoyados en el petate del vecino, y la lasitud, las privaciones se ven mejor en esos rostros distendidos, abandonados en el sueño. La lluvia..., el barro..., sin fuego..., sin sopa..., el cielo bajo y oscuro..., el enemigo que se presiente alrededor... ¡Qué lúgubre es todo!

                          ¿Qué hacen ahí? ¿Qué ocurre?

                          Los cañones, con la boca dirigida hacia el bosque, parecen acechar algo. Las ametralladoras emboscadas miran fijamente al horizonte. Todo parece listo para un ataque. Pero ¿por qué no se ataca? ¿Qué esperan?

                          Esperan órdenes, y el cuartel general no las envía.

                          Sin embargo, el cuartel general no está lejos. Está en ese hermoso castillo de estilo Luis XIII, cuyos rojos ladrillos, lavados por la lluvia, brillan en la ladera entre los macizos. Verdadera morada principesca, muy digna de ostentar la enseña de un mariscal de Francia. Detrás de una gran una zanja y de una rampa de piedra que los separan de la carretera, los céspedes suben hasta la escalinata, densos y verdes, bordeados de jarrones floridos. Del otro lado, del lado íntimo de la casa, los viales abren boquetes luminosos, el estanque, donde nadan los cisnes se extiende como un espejo; y bajo el tejado en forma de pagoda de una inmensa pajarera, lanzando gritos agudos entre el follaje, los pavos reales, los faisanes dorados baten las alas y hacen la rueda. Aunque los dueños se han marchado, no se percibe el abandono, el gran «¡Sálvese quien pueda!» de la guerra.

                          La bandera del jefe del ejército ha preservado hasta las más menudas florecillas del césped, y resulta algo emocionante encontrar, tan cerca del campo de batalla, esta calma opulenta que procede del orden de las cosas, de la correcta alineación de los macizos, de la silenciosa profundidad de las avenidas.

                          La lluvia, que amontona tan desagradable barro en las carreteras y produce tan profundas rodadas, aquí no es más que un aguacero elegante, aristocrático, que aviva el rojo de los ladrillos, el verde de los céspedes y da lustre a las hojas de los naranjos y a las plumas blancas de los cisnes. Todo reluce, todo es apacible. Realmente, de no ser por la bandera que ondea en lo alto del tejado, de no ser por los dos soldados de guardia ante la verja, nadie creería estar en un cuartel general. Los caballos descansan en las cuadras. Por aquí y por allá se ven algunos asistentes y ordenanzas, en ropa de faena merodeando cerca de las cocinas, o algún jardinero en pantalón rojo pasando tranquilamente su rastrillo por la arena de los patios.

                          El comedor, cuyas ventanas dan a la escalinata, permite ver una mesa a medio quitar, botellas abiertas, vasos sucios y vacíos, descoloridos sobre el mantel arrugado, es decir, el final de un banquete cuando los comensales se han marchado. En la habitación de al lado se oyen ruidos de voces, risas, bolas de billar que ruedan, vasos que chocan. El mariscal está jugando su partida y he aquí por qué el ejército espera órdenes. Cuando el mariscal ha empezado su partida, ya puede hundirse el cielo, nada en el mundo podrá impedir que la termine.

                          ¡El billar! Ésta es la debilidad del gran militar.

                          Ahí está, serio como en una batalla, vestido de gala, con el pecho cubierto de condecoraciones, con la mirada brillante, los pómulos encendidos en la animación de la comida, del juego y los ponches. Sus ayudantes de campo lo rodean solícitos, respetuosos, pasmándose de admiración tras cada una de sus jugadas. Cuando el mariscal hace un punto, todos se precipitan hacia el marcador; cuando el mariscal tiene sed, todos quieren prepararle el ponche. Se oye el roce de charreteras y penachos, el tintineo de cruces y cordones que se entrechocan. Al ver todas sus graciosas sonrisas, sus finas reverencias de cortesanos, tantos bordados, tantos uniformes nuevos, en esta lujosa sala con zócalos de roble, abierta sobre parques, sobre patios de honor, vienen a la memoria los otoños de Compiègne, y el espíritu olvida la visión de los sucios capotes que se pudren allá, a lo largo de los caminos, formando grupos tan sombríos, bajo la lluvia.

                          El contrincante del mariscal es un joven capitán de Estado Mayor, muy ceñido, rizado, enguantado que es de primera clase en el billar y capaz de vencer a todos los mariscales de la tierra, pero sabe mantenerse a una respetuosa distancia de su jefe, y se esmera en no ganar, pero también en no perder con demasiada facilidad. Es lo que se dice un oficial de porvenir...

                          ¡Atención, joven! ¡compórtese bien! El mariscal tiene quince puntos; usted, diez. Hay que llevar el juego del mismo modo hasta el final y habrá usted hecho más por el ascenso que si estuviese usted fuera con los otros, bajo los torrentes de agua que anegan el horizonte, ensuciándose su bonito uniforme, empañándose el oro de sus cordones, esperando esas órdenes que no llegan. Es una partida verdaderamente interesante. Las bolas corren, se rozan, entrecruzan sus colores. Las bandas devuelven bien; el tapete se calienta... De repente, la llama de un cañonazo cruza el cielo... Un ruido sordo hace temblar los cristales. Todo el mundo se estremece; se miran con inquietud. El mariscal es el único que no ha visto ni oído nada: inclinado sobre el billar, está combinando un magnífico efecto de retroceso. ¡Los retrocesos son su fuerte!

                          Pero he ahí un nuevo resplandor y después otro... Los cañonazos se suceden, se precipitan. Los ayudantes de campo corren a las ventanas. ¿Será que atacan los prusianos?

                          -¡Pues que ataquen! -dice el general dando tiza-. Le toca jugar, capitán.

                          El Estado Mayor se estremece de admiración. Turena, dormido sobre una cureña, no era nada al lado de este mariscal, tan sereno delante del billar en el momento de la acción... Entre tanto, los cañonazos aumentan. A las sacudidas del cañón se mezcla el tableteo de las ametralladoras y el redoble de las descargas de pelotón. Una humareda rojiza, negra en los bordes, sube hasta lo último de los céspedes. Todo el fondo del parque está encendido. Los pavos reales, los faisanes, asustados, chillan en la pajarera; los caballos árabes, al oler la pólvora, se encabritan en el fondo de las cuadras. El cuartel general comienza a inquietarse. Partes y más partes. Los correos llegan a rienda suelta preguntando por el mariscal. Pero el mariscal es inabordable. Ya les decía yo que no dejaría su partida por nada ni por nadie.

                          -Usted juega, capitán.

                          Pero el capitán se distrae. ¡Eso pasa por ser joven! Ahí está, pierde la cabeza y olvida su juego, y hace, carambola tras carambola, dos series que casi le dan la victoria. Esta vez, el mariscal se ha puesto furioso. La sorpresa y la indignación se reflejan en su masculino semblante. Precisamente en este momento un caballo llega a galope tendido y cae reventado en el patio. Un ayudante, cubierto de barro, fuerza la consigna, sube la escalinata de un salto... «¡Mariscal! ¡Mariscal!» ¡Hay que ver cómo lo reciben! Resoplando de cólera, rojo como un gallo, el mariscal se asoma a una ventana, con el taco en la mano.

                          -¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? ¿Dónde están los centinelas?

                          -Pero, mariscal...

                          -Basta... Dentro de un rato... ¡Que esperen mis órdenes! ¡Pardiez!

                          Y la ventana se cierra violentamente. ¡Que esperen sus órdenes!

                          ¡Eso es lo que hacen los pobres! El viento les arroja la lluvia y la metralla en pleno rostro. Batallones enteros son aplastados mientras otros permanecen con el arma al brazo sin poder comprender la causa de su pasividad. No pueden hacer nada, esperan órdenes... Y, como para morir no hay necesidad de órdenes, los hombres caen por cientos detrás de los zarzales, en las trincheras, frente del gran castillo silencioso... Y ya caídos, la metralla los destroza aún, y por sus abiertas heridas mana en silencio la generosa sangre de Francia... Arriba la sala de billar se caldea; el mariscal ha vuelto a recobrar ventaja, pero el joven capitán se defiende como un león.

                          ¡Diecisiete! ¡Dieciocho! ¡Diecinueve!

                          Apenas hay tiempo para anotar los puntos. El ruido de la batalla se aproxima. Sólo le falta una jugada al mariscal. Algunos obuses caen en el parque. Uno estalla sobre el estanque. El espejo se quiebra; un cisne nada, despavorido, en un remolino de plumas ensangrentadas. Es el último disparo...

                          Ahora, un gran silencio. Sólo se oye la lluvia que cae sobre los árboles, y un ruido confuso al pie de la colina y por los caminos inundados, algo como el rumor sordo de un rebaño que se apresura... El ejército ha sido derrotado. El mariscal ha ganado su partida.

                          FIN
                          Contes du lundi, 1873
                          Traducción de Esperanza Cobos Castrorelatosfranceses.com.



                          La partida de billar
                          [Cuento. Texto completo]

                          Alphonse Daudet



                          Alphonse Daudet - Wikipedia, la enciclopedia libre


                          Alphonse Daudet (13 de mayo de 1840, Nimes - 16 de diciembre de 1897, París), ... Desde ese momento Daudet se consagrará por entero a la escritura: no sólo ...
                          es.wikipedia.org/wiki/Alphonse_Daudet - En caché - Similares - Bloquear 



                          ******************************************************
                          UNA AMABILIDAD del ESCRITOR  Luis Lopez Nieves   de http://www.ciudadseva.com/
                          Leer más...

                          La Dama de Espadas [Cuento] Alexandr Puchkin




                          Un día en casa del oficial de la Guardia Narúmov jugaban a las cartas. La larga noche de invierno pasó sin que nadie lo notara; se sentaron a cenar pasadas las cuatro de la mañana. Los que habían ganado comían con gran apetito; los demás permanecían sentados ante sus platos vacíos con aire distraído. Pero apareció el champán, la conversación se animó y todos tomaron parte en ella.
                          -¿Qué has hecho, Surin? -preguntó el amo de la casa.
                          -Perder, como de costumbre. He de admitir que no tengo suerte: juego sin subir las apuestas, nunca me acaloro, no hay modo de sacarme de quicio, ¡y de todos modos sigo perdiendo!
                          -¿Y alguna vez no te has dejado llevar por la tentación? ¿Ponerlo todo a una carta?... Me asombra tu firmeza...
                          -¡Pues ahí tenéis a Guermann! -dijo uno de los presentes señalando a un joven oficial de ingenieros-. ¡Jamás en su vida ha tenido una carta en las manos, nunca ha hecho ni un pároli, y, en cambio, se queda con nosotros hasta las cinco a mirar cómo jugamos!
                          -Me atrae mucho el juego -dijo Guermann-, pero no estoy en condiciones de sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado.
                          -Guermann es alemán, cuenta su dinero, ¡eso es todo! -observó Tomski-. Pero si hay alguien a quien no entiendo es a mi abuela, la condesa Anna Fedótovna.
                          -¿Cómo?, ¿quién? -exclamaron los contertulios.
                          -¡No me entra en la cabeza -prosiguió Tomski-, cómo puede ser que mi abuela no juegue!
                          -¿Qué tiene de extraño que una vieja ochentona no juegue? -dijo Narúmov.
                          -¿Pero no sabéis nada de ella?
                          -¡No! ¡De verdad, nada!
                          -¿No? Pues, escuchad:
                          «Debéis saber que mi abuela, hará unos sesenta años, vivió en París e hizo allí auténtico furor. La gente corría tras ella para ver a la Vénus moscovite; Richelieu estaba prendado de ella y la abuela asegura que casi se pega un tiro por la crueldad con que ella lo trató.
                          «En aquel tiempo las damas jugaban al faraón. Cierta vez, jugando en la corte, perdió bajo palabra con el duque de Orleáns no sé qué suma inmensa. La abuela, al llegar a casa, mientras se despegaba los lunares de la cara y se desataba el miriñaque, le comunicó al abuelo que había perdido en el juego y le mandó que se hiciera cargo de la deuda.
                          «Por cuanto recuerdo, mi difunto abuelo era una especie de mayordomo de la abuela. Le temía como al fuego y, sin embargo, al oír la horrorosa suma, perdió los estribos: se trajo el libro de cuentas y, tras mostrarle que en medio año se habían gastado medio millón y que ni su aldea cercana a Moscú ni la de Sarátov se encontraban en las afueras de París, se negó en redondo a pagar. La abuela le dio un bofetón y se acostó sola en señal de enojo.
                          «Al día siguiente mandó llamar a su marido con la esperanza de que el castigo doméstico hubiera surtido efecto, pero lo encontró incólume. Por primera vez en su vida la abuela accedió a entrar en razón y a dar explicaciones; pensaba avergonzarlo, y se dignó a demostrarle que había deudas y deudas, como había diferencia entre un príncipe y un carretero. ¡Pero ni modo! ¡El abuelo se había sublevado y seguía en sus trece! La abuela no sabía qué hacer.
                          «Anna Fedótovna era amiga íntima de un hombre muy notable. Habréis oído hablar del conde Saint-Germain, de quien tantos prodigios se cuentan. Como sabréis, se hacía pasar por el Judío errante, por el inventor del elíxir de la vida, de la piedra filosofal y de muchas cosas más. La gente se reía de él tomándolo por un charlatán, y Casanova en sus Memorias dice que era un espía. En cualquier caso, a pesar de todo el misterio que lo envolvía, SaintGermain tenía un aspecto muy distinguido y en sociedad era una persona muy amable. La abuela, que lo sigue venerando hasta hoy y se enfada cuando hablan de él sin el debido respeto, sabía que Saint-Germain podía disponer de grandes sumas de dinero, y decidió recurrir a él. Le escribió una nota en la que le pedía que viniera a verla de inmediato.
                          «El estrafalario viejo se presentó al punto y halló a la dama sumida en una horrible pena. La mujer le describió el bárbaro proceder de su marido en los tonos más negros, para acabar diciendo que depositaba todas sus esperanzas en la amistad y en la amabilidad del francés.
                          «Saint-Germain se quedó pensativo.
                          «-Yo puedo proporcionarle esta suma -le dijo-, pero como sé que usted no se sentiría tranquila hasta no resarcirme la deuda, no querría yo abrumarla con nuevos quebraderos de cabeza. Existe otro medio: puede usted recuperar su deuda.
                          «-Pero, mi querido conde -le dijo la abuela-, si le estoy diciendo que no tenemos nada de dinero.
                          «-Ni falta que le hace -replicó Saint-Germain-: tenga la bondad de escucharme.
                          «Y entonces le descubrió un secreto por el cual cualquiera de nosotros daría lo que fuera...
                          Los jóvenes jugadores redoblaron su atención. Tomski encendió una pipa, dio una bocanada y prosiguió su relato:
                          -Aquel mismo día la abuela se presentó en Versalles, au jeu de la Reine. El duque de Orleáns llevaba la banca; la abuela le dio una vaga excusa por no haberle satisfecho la deuda, para justificarse se inventó una pequeña historia y se sentó enfrente apostando contra él. Eligió tres cartas, las colocó una tras otra: ganó las tres manos y recuperó todo lo perdido.
                          -¡Por casualidad! -dijo uno de los contertulios.
                          -¡Esto es un cuento! -observó Guermann.
                          -¿No serían cartas marcadas? -añadió un tercero.
                          -No lo creo -respondió Tomski con aire grave.
                          -¡Cómo! -dijo Narúmov-. ¿Tienes una abuela que acierta tres cartas seguidas y hasta ahora no te has hecho con su cabalística?
                          -¡Qué más quisiera! -replicó Tomski-. La abuela tuvo cuatro hijos, entre ellos a mi padre: los cuatro son unos jugadores empedernidos y a ninguno de los cuatro les ha revelado su secreto; aunque no les hubiera ido mal, como tampoco a mí, conocerlo.
                          «Pero oíd lo que me contó mi tío el conde Iván Ilich, asegurándome por su honor la veracidad de la historia. El difunto Chaplitski -el mismo que murió en la miseria después de haber despilfarrado sus millones-, cierta vez en su juventud y, si no recuerdo mal, con Zórich, perdió cerca de trescientos mil rublos. El hombre estaba desesperado. La abuela, que siempre había sido muy severa con las travesuras de los jóvenes, esta vez parece que se apiadó de Chaplitski. Le dio tres cartas para que las apostara una tras otra y le hizo jurar que ya no jugaría nunca más. Chaplitski se presentó ante su ganador; se pusieron a jugar. Chaplitski apostó a su primera carta cincuenta mil y ganó; hizo un pároli y lo dobló en la siguiente jugada, y así saldó su deuda y aún salió ganado...
                          «Pero es hora de irse a dormir: ya son las seis menos cuarto.
                          En efecto, ya amanecía: los jóvenes apuraron sus copas y se marcharon.

                          II
                          La vieja condesa *** se hallaba en su tocador ante el espejo. La rodeaban tres doncellas. Una sostenía un tarro de arrebol; otra, una cajita con horquillas, y la tercera, una alta cofia con cintas de color de fuego. La condesa no pretendía en lo más mínimo verse hermosa, su belleza hacía tiempo que se había marchitado, pero conservaba todos los hábitos de sus años jóvenes, seguía rigurosamente la moda de los setenta y se vestía con la misma lentitud, con el mismo esmero de hace sesenta años. Junto a la ventana se sentaba ante su labor una señorita, su pupila.
                          -Buenos días, grand'maman -dijo al entrar un joven oficial-. Bonjour, mademoiselle Lise. Grand' maman,he venido a pedirle un favor.
                          -¿Qué, Paul?
                          -Quisiera presentarle a uno de mis compañeros para que lo invite usted a su baile el viernes.
                          -Tráelo directamente a la fiesta y allí me lo presentas. ¿Estuviste ayer en casa de ***?
                          -¡Cómo no! Fue una fiesta muy alegre; bailamos hasta las cinco. ¡Yelétskaya estuvo encantadora!
                          -¡Qué dices, querido! ¡Qué tiene de encantadora esa muchacha? Ni comparar con su abuela, la princesa Daria Petrovna... Por cierto, ¿la princesa Daria Petrovna se verá muy envejecida?
                          -¿Cómo, envejecida? -respondió distraído Tomski-, si se murió hará unos siete años.
                          La señorita levantó la cabeza e hizo una seña al joven. Éste recordó que a la vieja condesa le ocultaban la muerte de las mujeres de su edad y se mordió el labio. Pero la condesa escuchó la noticia, nueva para ella, con gran indiferencia.
                          -¡Ha muerto! -dijo-. Y yo sin saberlo. Pues cuando nos hicieron damas de honor a las dos, su majestad...
                          Y por centésima vez empezó a contar la anécdota a su nieto.
                          -Bien Paul -dijo luego-, ahora ayúdame a levantarme. Liza, ¿dónde está mi tabaquera?
                          La condesa se dirigió con sus doncellas detrás del biombo para acabar de arreglarse y Tomski se quedó con la señorita.
                          -¿A quién le quiere presentar? -preguntó en voz baja Lizaveta Ivánovna.
                          -A Narúmov. ¿Lo conoce?
                          -¡No! ¿Es militar o civil?
                          -Militar.
                          -¿Ingeniero?
                          -No. De caballería. ¿Y por qué ha creído usted que era ingeniero?
                          La señorita se rió, pero no dijo ni palabra.
                          -¡Paul! -gritó la condesa desde detrás del biombo-, mándame alguna novela nueva, pero, por favor, que no sea de las de ahora.
                          -¿Cómo es eso, grand'maman?
                          -Quiero decir, una novela en la que el héroe no estrangule a su padre o a su madre, y en la que no haya ahogados. ¡Tengo un pánico terrible a los ahogados!
                          -Novelas así hoy ya ni existen. ¿No querrá una novela rusa?
                          -¿Pero es que hay novelas rusas?... ¡Pues mándame una, querido, te lo ruego, mándamela!
                          -Le ruego que me excuse, grand'maman: tengo prisa... Perdone, Lizaveta Ivánovna. Pero, ¿por qué ha pensado usted que Narúmov era ingeniero?
                          Y Tomski abandonó el tocador.
                          Lizaveta Ivánovna se quedó sola: abandonó su labor y se puso a mirar por la ventana. Al poco, a un lado de la calle, desde la casa de la esquina, apareció un joven oficial. Un rubor cubrió las mejillas de la señorita, que retornó a su labor e inclinó la cabeza hasta la misma trama. En este momento entró la condesa ya del todo arreglada.
                          -Liza -se dirigió a la señorita-, manda que enganchen la carroza, vamos a dar un paseo.
                          Liza se levantó y se puso a recoger su labor.
                          -¡Pero, por Dios, chiquilla, ¿estás sorda?! -gritó la condesa-. Manda que enganchen cuanto antes la carroza.
                          -¡Ahora mismo! -respondió con voz queda la señorita y echó a correr hacia el recibidor.
                          Entró un sirviente y entregó a la condesa unos libros de parte del príncipe Pável Aleksándrovich.
                          -¡Bien! Que le den las gracias -dijo la condesa-. ¡Liza, Liza! Pero ¿adónde vas corriendo?
                          -A vestirme.
                          -Ya tendrás tiempo, chiquilla. Siéntate aquí. Abre el primer tomo; lee en voz alta...
                          La señorita tomó el libro y leyó varias líneas.
                          -¡Más alto! -dijo la condesa-. ¿Qué te pasa, chiquilla? ¿Has perdido la voz, o qué?... Espera; acércame el banco un poco más... ¡más cerca!
                          Lizaveta Ivánovna leyó dos páginas más. La condesa bostezó.
                          -Deja ese libro -dijo-, ¡qué estupidez! Devuélvele eso al príncipe Pável y di que se lo agradezcan de mi parte... Pero, ¿qué pasa con la carroza?
                          -Ya está lista -dijo Lizaveta Ivánovna lanzando una mirada hacia la ventana.
                          -¿Y qué haces que no estás vestida? -dijo la condesa-. ¡Siempre hay que esperarte! Chiquilla, esto resulta insoportable.
                          Liza corrió a su habitación. No pasaron ni dos minutos que la condesa se puso a tocar la campanilla con todas sus fuerzas. Las tres doncellas entraron corriendo por una puerta, y el ayuda de cámara, por otra.
                          -¿Qué pasa que no hay modo de que vengáis cuando se os llama? -les dijo la condesa-. Decidle a Lizaveta Ivánovna que la estoy esperando.
                          Entró Lizaveta Ivánovna, con la capa y el sombrero.
                          -¡Por fin, muchacha! -dijo la condesa-. ¡Qué emperifollada! ¿Para qué?... ¿A quién quieres engatusar?... ¿Y el tiempo, qué tal? Parece que haga viento.
                          -¡De ningún modo, excelencia! ¡Todo está en calma! -replicó el ayuda de cámara.
                          -Siempre habláis sin ton ni son. Abrid la ventanilla. Lo que yo decía: ¡hace viento! ¡Y helado!
                          ¡Que desenganchen la carroza! No vamos a salir, Liza, te está bien por disfrazarte tanto.
                          «¡Qué vida!», pensó Lizaveta Ivánovna.
                          En efecto, Lizaveta Ivánovna era una criatura desdichada. Amargo sabe el pan ajeno, dice Dante, y pesados los escalones de una casa extraña, ¿y quién mejor que la pobre pupila de una vieja aristócrata para conocer la amargura de la dependencia? La condesa *** no tenía mal corazón, por supuesto, pero era antojadiza, como toda mujer mimada por la alta sociedad, avara y llena de frío egoísmo, como toda la gente mayor, que tras haber agotado en su tiempo el amor, hoy vive de espaldas al presente. Participaba en todas las vanidades del gran mundo, asistía a los bailes, donde se sentaba en un rincón, con la cara pintada y vestida a la vieja moda, igual que un ornamento deforme e imprescindible del salón; los invitados al llegar se le acercaban entre profundas reverencias, como si lo mandara el ceremonial, pero luego ya nadie se ocupaba de ella. Recibía en su casa a toda la ciudad, observando la más rigurosa etiqueta y no reconocía a nadie por la cara. Su numerosa servidumbre, que engordaba y encanecía en su antesala y en el cuarto de las doncellas, hacía lo que le venía en gana y desplumaba a cuál más a la moribunda anciana.
                          Lizaveta Ivánovna era la mártir de la casa. Ella servía el té y recibía las reprimendas por el excesivo gasto de azúcar; leía en voz alta las novelas y era la culpable de todos los errores del autor; acompañaba a la vieja en sus paseos y respondía del tiempo y por el estado del empedrado. Se le había asignado un sueldo que nunca le acababan de pagar; en cambio, se le exigía que fuera vestida como todas, es decir, como muy pocas. En sociedad desempeñaba el papel más lamentable. Todos la conocían, pero nadie notaba su presencia; en las fiestas sólo bailaba cuando faltaba alguien para un vis-à-vis y las damas se la llevaban del brazo siempre que, para recomponer algo de sus atuendos, debían ir al tocador. Tenía mucho amor propio, se apercibía vivamente de su condición y miraba a su alrededor esperando con impaciencia a su salvador. Pero los jóvenes calculadores en su despreocupada vanidad, no le prestaban atención, aunque Lizaveta Ivánovna era cien veces más hermosa que las descaradas y frías muchachas casaderas en cuyo derredor aquellos revoloteaban. ¡Cuántas veces, tras abandonar imperceptiblemente el aburrido y suntuoso salón, se retiraba a llorar a su modesto cuarto con un biombo empapelado, una cómoda, un pequeño espejo y una cama pintada, y donde la vela de sebo ardía mortecina sobre una palmatoria de bronce!
                          En cierta ocasión -esto sucedía a los dos días de la velada descrita al comienzo del relato y una semana antes de la escena en que nos hemos detenido-, Lizaveta Ivánovna, sentada junto a la ventana con su bastidor, miró casualmente a la calle y vio a un joven oficial de ingenieros que inmóvil mantenía fija la mirada en su ventana. La joven bajó la cabeza y retornó a su labor; al cabo de cinco minutos miró de nuevo: el joven oficial seguía en el mismo lugar. Como no tenía costumbre de coquetear con cualquier oficial, dejó de mirar al exterior y estuvo bordando cerca de dos horas sin levantar la cabeza. Llamaron a comer. La joven se levantó, comenzó a recoger el bastidor y, al echar un vistazo casual a la calle, de nuevo vio al oficial. El hecho le pareció bastante extraño. Después de comer se acercó a la ventana con sensación de cierto desasosiego, pero el oficial ya no estaba, y se olvidó de él... Al cabo de dos días, al salir con la condesa a tomar la carroza, lo vio de nuevo. Estaba justo delante del portal, con la cara cubierta con un cuello de piel de castor: sus ojos negros centelleaban bajo el gorro. Lizaveta Ivánovna, ella misma sin saber por qué, se asustó y subió a la carroza con un temblor inexplicable.
                          Al regresar a casa, corrió a la ventana: el oficial estaba donde siempre, con la mirada fija en ella. La joven se apartó venciendo la curiosidad, turbada por un sentimiento completamente nuevo para ella.
                          Desde entonces no había día en que el joven, a la misma hora, no apareciera bajo las ventanas de la casa. Entre ambos se estableció una relación inadvertida. Sentada junto a su labor, ella notaba su llegada, levantaba la cabeza y lo miraba cada vez más largo rato. El joven parecía estarle agradecido por ello: la muchacha, con la aguda mirada de la juventud, veía cómo un repentino rubor cubría las pálidas mejillas del oficial cada vez que sus miradas se encontraban. Al cabo de una semana ella le sonrió...
                          Cuando Tomski vino a pedir permiso a la condesa para presentarle a su amigo, el corazón de la pobre muchacha latió con fuerza. Pero, al enterarse de que Narúmov no era un oficial de ingenieros, sino de caballería, lamentó que con aquella indiscreta pregunta hubiera descubierto al alocado Tomski su secreto.
                          Guermann era hijo de un alemán afincado en Rusia que había dejado a su hijo un pequeño capital. Firmemente convencido como estaba de la necesidad de afianzar su independencia, Guermann no tocaba siquiera los intereses del dinero, vivía de su paga y no se permitía el menor de los caprichos. Pero dado su carácter reservado y ambicioso, sus compañeros rara vez tenían ocasión de burlarse de su desmedido sentido del ahorro. Era un hombre de fuertes pasiones y con una desbocada imaginación, pero su entereza lo había salvado de los acostumbrados extravíos de la juventud. Así, por ejemplo, siendo en el fondo de su alma un jugador, nunca había tocado unas cartas, pues estimaba que su fortuna no le permitía (como solía decir) sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado, y,entretanto, se pasaba noches enteras en torno a las mesas de juego y seguía con frenesí febril cada una de las evoluciones de la partida.
                          La anécdota de las tres cartas impresionó poderosamente su imaginación y en toda la noche no le salió de la cabeza.
                          «¡Qué pasaría si la vieja condesa me descubre su secreto! -pensaba en la tarde del día siguiente vagando por Petersburgo-, ¡o si me indica las tres cartas de la suerte! ¿Por qué no puedo yo probar fortuna?... Podría presentarme a ella, ganarme su favor, tal vez convertirme en su amante; aunque para todo esto se necesita tiempo, y la vieja tiene ochenta y siete años, puede morirse en una semana, ¡o dentro de dos días!... Y la historia misma... ¿Se puede creer en ella?... ¡No! ¡Las cuentas claras, la moderación y el amor al trabajo: éstas son mis tres cartas de la suerte! ¡Esto es lo que triplicará, lo que multiplicará por siete mi capital y me permitirá alcanzar el sosiego y la independencia!»
                          Pensando de este modo se encontró en una de las calles principales de Petersburgo, ante una casa de estilo antiguo. El paseo estaba abarrotado de coches, las carrozas se detenían una tras otra ante el iluminado portal. De ellas a cada instante asomaba o la esbelta pierna de una bella joven, o una estruendosa bota, ya una media a rayas, ya los botines de un diplomático. Abrigos de piel y capotes se deslizaban ante un majestuoso portero. Guermann se detuvo.
                          -¿De quién es esta casa? -preguntó al guardia de la garita de la esquina.
                          -De la condesa *** -contestó el de la garita.
                          Guermann se estremeció. De nuevo en su imaginación se dibujó la asombrosa historia. Se puso a rondar junto a la casa pensando en su dueña y en su mágico don. Regresó tarde a su humilde rincón, tardó mucho en dormirse, y cuando le venció el sueño se le aparecieron unas cartas, una mesa verde montañas de billetes y montones de monedas. Tiraba una carta tras otra, doblaba las apuestas con decisión, ganaba sin parar, recogía el oro a manos llenas y atestaba de billetes los bolsillos.
                          Al despertar, tarde ya, suspiró ante la pérdida de su fantástica fortuna, se marchó a vagar de nuevo por la ciudad y otra vez se encontró ante la casa de la condesa ***. Al parecer, una fuerza invisible lo atraía hacia el lugar. Se detuvo y se puso a mirar a las ventanas. En una de ellas vio una cabecita de cabellos morenos, inclinada seguramente sobre algún libro o una labor. La cabecita se alzó. Guermann vio un rostro fresco y unos ojos negros. Aquel instante decidió su suerte.
                          III
                          No había tenido tiempo Lizaveta Ivánovna de quitarse la capa y el sombrero que ya la condesa la había mandado llamar para ordenarle que engancharan de nuevo los caballos. En el preciso momento en que dos lacayos levantaban a la vieja y la introducían a través de las portezuelas en la carroza, Lizaveta Ivánovna vio junto a la misma rueda a su ingeniero; él la asió de la mano, ella no pudo reaccionar del susto, y el joven desapareció: en la mano de la muchacha quedó una carta. La escondió dentro del guante y durante todo el paseo ni vio ni oyó nada.
                          En la carroza la condesa tenía la costumbre de hacer preguntas sin parar: ¿quién es ese que se ha cruzado con nosotros?, ¿cómo se llama este puente?, ¿qué dice ese anuncio? En esta ocasión Lizaveta Ivánovna contestaba sin ton ni son y a destiempo a las preguntas y enojó a la condesa.
                          -¡¿Qué te ocurre, chiquilla?! ¿O es que te ha dado un pasmo? ¿Qué pasa, no me oyes o no me entiendes?... ¡Gracias a Dios que no soy tartamuda ni he perdido la razón!
                          Lizaveta Ivánovna no la escuchaba. De regreso a casa corrió a su cuarto, sacó del guante la carta: no estaba sellada. Lizaveta Ivánovna la leyó. La nota contenía una declaración de amor: unas palabras tiernas, respetuosas y tomadas letra por letra de una novela alemana. Pero Lizaveta Ivánovna no sabía alemán y quedó muy satisfecha.
                          Y, sin embargo, la carta, que ella había aceptado, la dejó sumamente preocupada. Era la primera vez que entablaba una relación secreta y estrecha con un hombre joven. El atrevimiento de éste la horrorizaba. Se reprochaba su imprudente conducta y no sabía qué hacer: ¿dejar de sentarse junto a la ventana y, con su desdén, enfriar en el joven oficial su afán de proseguir con el acoso?, ¿devolverle la carta?, ¿o bien responderle en tono frío y decidido? No tenía a quién pedir consejo, ni una amiga, o mentora. Lizaveta Ivánovna optó por contestar.
                          Se sentó a la mesa del escritorio, tomó pluma y papel y se puso a pensar. Comenzó la carta varias veces y la rompió otras tantas: unas su tono le parecía demasiado condescendiente, otras en exceso cruel. Por fin logró escribir varias líneas de las que se sintió satisfecha:
                          Estoy convencida de que sus intenciones son honestas -escribía- y que con este paso irreflexivo no ha querido usted ofenderme; pero nuestro trato no debería dar comienzo de este modo. Le devuelvo la carta esperando no tener motivos para lamentar en el futuro una inmerecida falta de respeto por su parte.
                          Al día siguiente, al ver pasar a Guermann, Lizaveta Ivánovna se levantó abandonando su labor, entró en la sala, abrió la ventanilla y, confiando en la destreza del joven oficial, arrojó la carta a la calle. Guermann se lanzó hacia el lugar, recogió el sobre y entró en una confitería. Arrancando el sello encontró su carta y la respuesta de Lizaveta Ivánovna. Era justo lo que esperaba, y muy absorto en su intriga regresó a su casa.
                          Tres días después, una mademoiselle jovencita y de ojos vivarachos trajo de una tienda de modas una nota para Lizaveta Ivánovna. Ésta la abrió preocupada temiendo encontrarse con algún pago que le reclamaban, pero, de pronto, reconoció la letra de Guermann.
                          -Se ha equivocado usted, jovencita -dijo-; esta nota no es para mí.
                          -No. ¡Es para usted, seguro! -respondió la valiente chica sin esconder una sonrisa maliciosa-. ¡Tenga la bondad de leerla!
                          Lizaveta Ivánovna recorrió la hoja de papel. Guermann le pedía una cita.
                          -¡No puede ser! -dijo Lizaveta Ivánovna asustada tanto por lo apremiante de la petición como por el método empleado para hacerla-. ¡Seguro que no es para mí! -y rompió la carta en pequeños pedacitos.
                          -Si no era para usted, entonces ¿por qué ha roto la carta? -dijo la mademoiselle-. Se la habría devuelto a quien la ha mandado.
                          -Le ruego, jovencita -replicó Lizaveta Ivánovna ruborizándose ante aquella observación-, que en adelante no me traiga más notas. Y a quien la envía dígale que debería darle vergüenza...
                          Pero Guermann no se dio por vencido. Lizaveta Ivánovna, de un modo o de otro, recibía notas suyas cada día. Ya no eran cartas traducidas del alemán. Guermann las escribía inspirado por la pasión, hablaba con sus propias palabras: en ellas se expresaba tanto lo irrenunciable de su deseo, como el desorden de su desbocada imaginación. Lizaveta Ivánovna abandonó la idea de devolver las cartas: se embriagaba con ellas; comenzó a contestarlas, y sus notas por momentos se tornaban más largas y más tiernas. Por fin le arrojó por la ventanilla la carta siguiente:
                          Hoy se celebra un baile en casa del embajador de ***. La condesa irá. Nos quedaremos hasta las dos. He aquí la ocasión para verme a solas. En cuanto la condesa se haya marchado, lo más probable es que los sirvientes también se vayan; en el zaguán se queda el conserje, pero acostumbra a encerrarse en su cuartucho. Venga usted hacia las once y media. Diríjase directamente a la escalinata. Si se encuentra a alguien en el recibidor pregunte usted si la condesa está en casa. Le dirán que no y, ¡qué le vamos a hacer!. deberá usted marcharse. Pero es probable que no encuentre usted a nadie. Las doncellas se recluyen todas en su alcoba. Del recibidor diríjase hacia la izquierda, siga todo recto hasta el dormitorio de la condesa. Allí, tras el biombo verá usted dos pequeñas puertas. La de la derecha da al despacho, donde la condesa no entra nunca; la de la izquierda, a un pasillo, allí verá una estrecha escalera de caracol. La escalera conduce a mi cuarto.
                          Guermann se estremecía como un tigre, en espera del momento señalado. A las diez de la noche ya se encontraba ante la casa de la condesa. El tiempo era horroroso: aullaba el viento, una nieve húmeda caía a grandes copos, las farolas ardían mortecinas, las calles estaban desiertas. De vez en cuando se arrastraba un coche de alquiler con su flaco jamelgo en busca de algún cliente rezagado. Guermann permanecía de pie, sólo con su levita, sin notar ni el viento ni la nieve.
                          Por fin apareció la carroza de la condesa. Guermann vio cómo los lacayos sacaron a la encorvada dama llevándola del brazo, envuelta en un abrigo de marta cebellina, y cómo, tras ella, cubierta por una capa liviana, con la cabeza adornada de flores naturales, se deslizó su pupila. Se cerraron las portezuelas. La carroza arrancó pesadamente por la fláccida nieve. El conserje cerró la puerta. La luz de las ventanas se apagó.
                          Guermann echó a andar junto a la casa vacía; se acercó a una farola, miró el reloj, eran las once y veinte. Se quedó junto a la farola con los ojos clavados en la aguja del reloj esperando que transcurrieran los minutos restantes.
                          Justo a las once y media Guermann pisó el porche de la condesa y subió al zaguán brillantemente iluminado. El conserje no estaba. Guermann subió corriendo por la escalinata, abrió la puerta y vio a un criado que dormía bajo la lámpara en un sillón vetusto y manchado. Con paso ligero y firme Guermann pasó junto a aquel. El salón y el recibidor estaban a oscuras. La lámpara los iluminaba débilmente desde la entrada.
                          Guermann entró en el dormitorio. En el rincón de los iconos, repleto de imágenes antiguas, ardía tenue una lamparilla de oro. Unos desteñidos sillones y divanes damasquinos con cojines de plumas y dorados desgastados se disponían en triste simetría junto a las paredes cubiertas de seda china. En una de ellas colgaban dos retratos pintados en París por madame Lebrun. Un cuadro representaba a un hombre de unos cuarenta años, sonrosado y grueso, con uniforme verde claro y una estrella; el otro, a una joven belleza de nariz aguileña, las sienes peinadas hacia arriba y una rosa en el empolvado cabello. Por todas partes asomaban pastorcillas de porcelana, un reloj de mesa obra del célebre Leroy, cofrecillos, yoyós, abanicos y diversos juguetes de señora inventados a finales del siglo pasado a la par que el globo de los Montgolfier y el magnetismo de Mesmer.
                          Guermann se dirigió detrás del biombo. Tras éste se encontraba una pequeña cama de hierro; a la derecha se veía una puerta que conducía al despacho; a la izquierda, otra, que daba a un pasillo. Guermann la abrió y vio la estrecha escalera de caracol que conducía al cuarto de la pobre pupila... Pero regresó y entró en el oscuro despacho.
                          El tiempo pasaba lentamente. Todo estaba en silencio. En el salón sonaron doce campanadas; en todas las habitaciones, uno tras otro, los relojes dieron las doce, y de nuevo todo quedó en silencio. Guermann esperaba de pie, apoyado en la fría estufa. Estaba sereno, su corazón latía acompasado, como el de un hombre decidido a una empresa peligrosa, pero necesaria.
                          Los relojes dieron la una, luego las dos de la madrugada, y el joven oyó el lejano ruido de la carroza. Le dominó una emoción incontenible. La carroza se acercó a la casa y se detuvo. Guermann oyó el ruido del estribo al bajar.
                          La casa se puso en movimiento. Los criados echaron a correr, sonaron voces y la casa se iluminó. Entraron corriendo en la habitación las tres viejas doncellas, y apareció la condesa que, más muerta que viva, se dejó caer en el sillón Voltaire. Guermann miraba a través de una rendija: Lizaveta Ivánovna pasó a su lado. Guermann oyó sus apresurados pasos subiendo por la escalera. En su corazón brotó y se apagó de nuevo algo parecido a un remordimiento. El joven estaba petrificado.
                          La condesa comenzó a desvestirse ante el espejo. Le desprendieron las agujas de la cofia adornada de rosas; le quitaron la empolvada peluca de su cabeza canosa y de pelo muy corto. Los alfileres volaban como una lluvia a su alrededor. El vestido amarillo, bordado de plata, cayó a sus pies hinchados. Guermann era testigo de los repugnantes misterios de su tocador; por fin la condesa se quedó en camisón y gorro de dormir; con este atuendo, más propio de sus muchos años, parecía menos horrorosa y deforme.
                          Como toda la gente mayor, también la condesa padecía de insomnio. Una vez desvestida, se sentó junto a la ventana en su sillón Voltaire y despidió a las doncellas. Se llevaron las velas y de nuevo la habitación quedó sólo iluminada con la mariposa. La condesa, toda amarilla, sentada en su sillón, meneaba sus labios fláccidos balanceándose a izquierda y derecha. En su turbia mirada se reflejaba la ausencia de todo pensamiento; al verla se podría pensar que el balanceo de la espantosa vieja, más que deberse a su propia voluntad, era fruto de un oculto galvanismo.
                          De pronto su rostro muerto se alteró de manera indescriptible. Sus labios dejaron de moverse, la mirada cobró vida: ante la condesa se encontraba un desconocido.
                          -¡No se asuste, por Dios, no se asuste! -dijo éste con voz clara y queda-. No tengo la intención de hacerle daño; he venido a implorarle que me conceda una merced.
                          La vieja lo miraba en silencio y parecía como si no lo oyera. Guermann pensó que era sorda e, inclinándose hasta casi tocar su oreja le repitió las mismas palabras. La vieja seguía callada.
                          -Usted puede hacerme feliz para el resto de mi vida -prosiguió Guermann-, y no le va a costar nada: yo sé que usted puede adivinar tres cartas seguidas...
                          Guermann calló. La condesa, al parecer, comprendió lo que querían de ella; se diría que buscaba las palabras para responder.
                          -¡Aquello fue una broma! -dijo al fin-. ¡Se lo juro! ¡Una broma!
                          -¡Con cosas así no se bromea! -replicó enojado Guermann-. Acuérdese de Chaplitski, al que ayudó usted a recuperar su deuda.
                          La condesa pareció turbarse. Los rasgos de su cara reflejaron una poderosa emoción en su alma pero en seguida la anciana se sumergió en la impasividad de antes.
                          -¿Puede usted indicarme estas tres cartas seguras? -añadió Guermann.
                          La condesa seguía callada; Guermann prosiguió:
                          -¿Para quién quiere usted guardarse su secreto? ¿Para los nietos? ¿Qué falta les hace si ya son ricos? Si ni siquiera conocen el valor del dinero. A manirrotos como ellos sus tres cartas no les serán de ayuda. Quien no sabe cuidar de la herencia paterna, por muchas artes diabólicas que tenga a su alcance, de todos modos ha de morir en la miseria. Pero yo no soy un derrochador; yo sé el valor del dinero. Conmigo sus tres cartas no caerán en saco roto. ¡¿Y bien?!...
                          Guermann calló y esperó anhelante la respuesta. La condesa callaba; Guermann se arrodilló.
                          -Si alguna vez -dijo- su corazón ha conocido el sentimiento del amor, si recuerda usted cuánta emoción el amor depara, si ha sonreído siquiera una vez ante el primer llanto de su hijo recién nacido, si algún sentimiento humano ha palpitado en su pecho, le imploro a usted, por su amor de esposa, de amante y de madre, por lo más sagrado que haya en este mundo, ¡no rechace mi súplica! ¡Descúbrame su secreto! ¿Qué más le da a usted?... ¿Quizá el secreto entrañe un pecado horrible, la pérdida de la dicha eterna, un pacto con el diablo?... Piénselo; usted ya es vieja, no le queda mucho de vida; yo, en cambio, estoy dispuesto a cargar con su pecado. Lo único que le pido es que me revele su secreto. Piense que la felicidad de un hombre se halla en sus manos, que no sólo yo, sino mis hijos, mis nietos y biznietos bendecirán su nombre y honrarán su memoria como a una santa...
                          La vieja no decía ni palabra.
                          Guermann se levantó.
                          -¡Vieja bruja! -dijo apretando los dientes-. ¡Yo te haré hablar!...
                          Dicho esto, sacó del bolsillo una pistola.
                          Al ver el arma, la condesa mostró de nuevo en su rostro una poderosa emoción. Movió de arriba abajo la cabeza y levantó una mano como si se protegiera del disparo... Después cayó hacia atrás y se quedó inmóvil.
                          -Déjese de chiquilladas -dijo Guermann tomándola de la mano-. Se lo pregunto por última vez: ¿quiere usted decirme sus tres cartas? ¿Sí o no?
                          La condesa no contestaba. Guermann vio que estaba muerta.
                          IV
                          Lizaveta Ivánovna, sentada en su habitación aún con el vestido de baile, se hallaba sumida en profundos pensamientos. Al llegar a casa, se apresuró a despedir a la soñolienta doncella que le había ofrecido con desgana sus servicios, diciéndole que ella misma se desvestiría, entró temblorosa en su cuarto con la esperanza de ver allí a Guermann y deseando no encontrarlo. Comprobó a primera vista su ausencia y agradeció al destino por el contratiempo que había impedido aquella cita. Se sentó sin quitarse el vestido y se puso a rememorar todas las circunstancias que en tan poco tiempo tan lejos la habían llevado.
                          No habían pasado ni tres semanas desde que viera por primera vez tras la ventana a aquel joven, y ya mantenía con él correspondencia, ¡y éste ya le había arrancado una cita nocturna! Sabía su nombre sólo porque algunas de sus cartas iban firmadas; nunca le había dirigido la palabra, no conocía su voz y no había oído hablar de Guermann... hasta aquella misma noche. ¡Qué raro!
                          Justo aquella noche, en el baile, Tomski, enojado con la joven princesa Polina *** que, en contra de lo habitual, coqueteaba con otro, quiso vengarse de ella mostrándose indiferente: invitó a Lizaveta Ivánovna y bailó con ella una interminable mazurca. Durante todo el rato se burló de su interés por los oficiales de ingenieros. Le confesó que sabía muchas más cosas de las que ella podía suponer, y algunas de sus bromas fueron tan atinadas que Lizaveta Ivánovna pensó varias veces que Tomski conocía su secreto.
                          -¿Por quién se ha enterado de todo esto? -le preguntó ella entre risas.
                          -Por un compañero de quien usted sabe -contestó Tomski-, ¡una persona muy notable!
                          -¿Y quién es esta persona notable?
                          -Se llama Guermann.
                          Lizaveta Ivánovna no dijo nada, pero las manos y los pies se le helaron...
                          -Este Guermann -prosiguió Tomski- es un personaje en verdad romántico: tiene el perfil de Napoleón y el alma de Mefistófeles. Creo que sobre su conciencia pesan al menos tres crímenes. ¡Cómo ha palidecido usted!
                          -Me duele la cabeza... ¿Qué es lo que le decía su Guermann, o como se llame?...
                          -Guermann está muy disgustado con su compañero: dice que en su lugar él se hubiera comportado de muy otro modo... Yo supongo, incluso, que el propio Guermann le ha echado a usted el ojo; al menos escucha sin perder detalle las expansiones amorosas de su amigo.
                          -¿Y dónde me habrá visto?
                          -En la iglesia, tal vez... en algún paseo... ¡El diablo lo sabe! A lo mejor, en su habitación, mientras usted dormía: él es capaz...
                          Tres damas se acercaron a ellos con la pregunta «oubli ou regret?» e interrumpieron aquella charla que aguijoneaba cada vez de modo más torturante la curiosidad de Lizaveta Ivánovna. La dama elegida por Tomski fue la propia princesa ***. Ésta se tomó el tiempo suficiente para aclarar sus malentendidos en las varias vueltas que dio y en el largo camino que recorrió con él hasta la silla, de modo que Tomski al regresar a su lugar ya no pensaba ni en Guermann ni en Lizaveta Ivánovna. Ella quería reanudar sin falta la charla interrumpida, pero la mazurca había llegado a su fin y al poco rato la condesa decidió irse.
                          Las palabras de Tomski no eran otra cosa que pura palabrería de salón, pero calaron muy hondo en el alma de la joven soñadora. El retrato esbozado por Tomski se asemejaba al que se había formado ella, y, gracias a las novelas más recientes, este rostro entonces ya vulgar espantaba y atraía a la vez su imaginación.
                          Se hallaba sentada con los brazos cruzados inclinando sobre el pecho descubierto su cabeza aún adornada de flores... De pronto la puerta se abrió y entró Guermann. Lizaveta Ivánovna se echó a temblar...
                          -Pero, ¿dónde estaba usted? -preguntó ella en un susurro espantado.
                          -En el dormitorio de la vieja condesa -respondió Guermann-; ahora vengo de verla. La condesa está muerta.
                          -¡Dios santo!... ¿Qué dice usted?
                          -Y, al parecer -prosiguió Guermann-, yo soy la causa de su muerte.
                          Lizaveta Ivánovna lo miró y las palabras de Tomski resonaron en su alma: «¡Este hombre lleva sobre su conciencia tres crímenes al menos!» Guermann se sentó en el alféizar de la ventana y se lo contó todo.
                          Lizaveta Ivánovna lo escuchó llena de horror. De modo que todas aquellas apasionadas cartas, aquellos encendidos ruegos, aquella persecución osada y tenaz, ¡todo eso no era amor! ¡Dinero: he aquí lo que ansiaba aquella alma! ¡La pobre pupila no era otra cosa que la ciega cómplice de un bandido, del asesino de su anciana protectora!...
                          La joven lloró amargamente en un acceso de tardío y torturado arrepentimiento. Guermann la miraba en silencio: también su corazón se sentía desgarrado, pero ni las lágrimas de la desdichada muchacha ni la asombrosa belleza de su amargura conmovían su espíritu severo. Guermann no sentía remordimientos de conciencia ante la idea de la vieja muerta. Sólo una cosa lo llenaba de espanto: la irreparable pérdida del secreto con el que había soñado enriquecerse.
                          -¡Es usted un monstruo! -dijo al fin Lizaveta Ivánovna.
                          -Yo no quería matarla -dijo Guermann-. La pistola no estaba cargada.
                          Ambos callaron.
                          Llegaba el amanecer. Lizaveta Ivánovna apagó la vela mortecina: una luz pálida iluminó la habitación. Se enjugó los ojos llorosos y alzó la mirada hacia Guermann: éste seguía sentado en el alféizar de la ventana, las manos cruzadas y el severo ceño fruncido. En esta postura recordaba asombrosamente el retrato de Napoleón. Su parecido sorprendió incluso a Lizaveta Ivánovna.
                          -¿Cómo podrá salir de la casa?-dijo finalmente Lizaveta Ivánovna-. Pensaba conducirlo por una escalera secreta, pero hay que pasar por el dormitorio, y me da miedo.
                          -Dígame cómo encontrar esta escalera y me iré.
                          Lizaveta Ivánovna se levantó, sacó de la cómoda una llave, se la entregó a Guermann y le hizo una detallada descripción del camino. Guermann estrechó su fría e insensible mano. Besó su cabeza inclinada y salió.
                          Bajó por la escalera de caracol y entró de nuevo en el dormitorio de la condesa. La vieja muerta seguía sentada, su rostro petrificado expresaba una serenidad profunda. Guermann se detuvo ante ella, la miró largamente, como si quisiera cerciorarse de la horrible verdad; por fin entró en el despacho, encontró a tientas tras el tapizado de la pared una puerta y comenzó a bajar por una oscura escalera, abrumado por extrañas sensaciones.
                          «Tal vez por esta misma escalera -pensaba- hará unos sesenta años, a este mismo dormitorio y a la misma hora, con un caftán bordado, peinado à l'oiseau royal, estrechando contra el pecho un sombrero de tres picos, se habría deslizado el joven afortunado que desde hace tiempo se pudre en su tumba; en cambio, ha sido hoy cuando el corazón de su anciana amante ha dejado de latir...»
                          A final de la escalera Guermann encontró una puerta que abrió con la llave, y se encontró en un largo corredor que lo condujo a la calle.
                          V
                          Tres días después de la fatídica noche, a las nueve de la mañana, Guermann se dirigió al monasterio de ***, donde debían celebrarse los funerales de la difunta condesa. Sin sentirse arrepentido, no podía sin embargo ahogar del todo la voz de su conciencia que le repetía: ¡eres el asesino de la vieja! No era hombre de verdadera fe, pero sí muy supersticioso. Creía que la condesa muerta podía ejercer un influjo maléfico sobre su vida, y para conseguir de ella el perdón decidió presentarse al entierro.
                          La iglesia estaba llena. Guermann logró a duras penas abrirse paso entre la multitud. El féretro se alzaba sobre un rico catafalco bajo un baldaquino de terciopelo. La difunta yacía en el ataúd, las manos cruzadas sobre el pecho, con una cofia de encaje y un vestido de raso blanco. A su alrededor se encontraban los suyos: la servidumbre, en caftanes negros con cintas blasonadas sobre el hombro y sosteniendo los candelabros; los familiares: hijos, nietos y biznietos, de luto riguroso. Nadie lloraba; las lágrimas hubieran sido une affectation. La condesa era tan vieja que su muerte ya no podía extrañar a nadie, y desde hacía tiempo, los familiares la veían como más del otro mundo que de éste.
                          Un joven prelado pronunció la oración fúnebre. Glosó con expresiones sencillas y emotivas el tránsito de la hija de Dios por este mundo, cuyos largos años de vida habían sido un callado y conmovedor preparativo para una cristiana muerte.
                          -El ángel de la muerte la ha tomado en plena vigilia -dijo el orador-, entregada a la piadosa reflexión y en espera del novio de la medianoche.
                          El servicio se desarrolló con la tristeza y el decoro merecido. Los familiares fueron los primeros en dirigirse a dar el último adiós a la difunta. Tras ellos se puso en movimiento la numerosa muchedumbre reunida para inclinarse ante la dama que desde hacía tantos años había sido partícipe de sus mundanas diversiones. Después también siguió toda la servidumbre. Finalmente se acercó el ama de llaves de la señora, una anciana de sus mismos años. Dos jóvenes doncellas la conducían sujetándola de los brazos. No tuvo fuerzas para inclinarse hasta el suelo, y fue la única en dejar caer unas cuantas lágrimas al besar la fría mano de su señora.
                          Tras ella, Guermann se decidió a acercarse al féretro. Hizo una reverencia hasta tocar el suelo y permaneció varios minutos sobre las frías losas cubiertas de ramas de abeto. Al fin se levantó, pálido como la propia difunta, subió los escalones del catafalco y se inclinó... En aquel instante le pareció que la muerta lo miró con expresión burlona y le guiñó un ojo. Guermann retrocedió con premura, tropezó y cayó de espaldas sobre el suelo. Lo levantaron. En aquel mismo instante sacaron al exterior a Lizaveta Ivánovna desmayada.
                          El episodio perturbó por varios minutos la solemnidad de la lúgubre ceremonia. Entre los asistentes se alzó un sordo rumor, y un escuálido chambelán, pariente cercano de la difunta, le susurró al oído a un inglés que se encontraba a su lado que el joven oficial era un hijo natural de la condesa, a lo que el inglés respondió con frialdad: ¿Oh?
                          Todo el día Guermann se sintió extraordinariamente disgustado. Durante el almuerzo en una apartada hostería, en contra de su costumbre, bebió muchísimo con la esperanza de ahogar su desasosiego interior. Pero el vino enardecía aún más su imaginación. Al regresar a casa, se dejó caer sin desnudarse sobre la cama y se durmió profundamente.
                          Se despertó cuando ya era de noche: la luna iluminaba su habitación. Miró el reloj: eran las tres menos cuarto. Le había abandonado el sueño; se sentó en la cama y se quedó pensando en el entierro de la vieja condesa.
                          En aquel momento alguien miró desde la calle a través de la ventana y se retiró al instante. Guermann no prestó atención alguna al hecho. Al cabo de un minuto oyó que abrían la puerta de la entrada. Guermann pensó que su ordenanza, borracho como de costumbre, regresaba de un paseo nocturno. Pero oyó unos pasos desconocidos: alguien andaba arrastrando silenciosamente los zapatos. La puerta se abrió, entró una mujer vestida de blanco. Guermann la tomó por su vieja aya y se asombró de verla en casa a aquellas horas. Pero la mujer de blanco, en un abrir y cerrar de ojos, de pronto apareció ante él, ¡y Guermann reconoció a la condesa!
                          -He venido a verte en contra de mi voluntad -dijo la condesa con voz firme-. Pero se me ha mandado que cumpla tu deseo. El tres, el siete y el as, uno tras otro, te harán ganar; pero, con una condición: que no apuestes más de una carta al día y que en lo sucesivo no juegues nunca más. Te perdono mi muerte con tal de que te cases con mi protegida Lizaveta Ivánovna...
                          Tras estas palabras se dio la vuelta en silencio, se dirigió hacia la puerta y desapareció arrastrando los zapatos. Guermann oyó cómo resonó la puerta en el zaguán y vio que alguien lo miró de nuevo por la ventana.
                          Guermann tardó mucho rato en recobrarse. Salió a la habitación contigua. Su ordenanza dormía en el suelo; Guermann lo despertó a duras penas. El ordenanza, como de costumbre, estaba borracho, de modo que no pudo sacar de él nada en claro. La puerta del zaguán estaba cerrada. Guermann regresó a su cuarto, encendió una vela y anotó su visión.
                          VI
                          Dos ideas fijas no pueden existir al mismo tiempo en el ámbito de lo moral, de igual modo que en el mundo físico dos cuerpos no pueden ocupar idéntico lugar. El tres, el siete y el as pronto desplazaron en la mente de Guermann la imagen de la vieja muerta. El tres, el siete y el as no salían de su imaginación y le brotaban constantemente en los labios. Al ver a una joven, decía:
                          -¡Qué esbelta es!... Un auténtico tres de corazones.
                          Le preguntaban la hora y contestaba:
                          -Faltan cinco minutos para... un siete.
                          Cualquier hombre barrigudo le recordaba a un as. El tres, el siete y el as lo perseguían en sueños adoptando todos los aspectos posibles: el tres florecía ante sus ojos en forma de suntuosa magnolia; el siete se le aparecía como un portal gótico, y el as, como una enorme araña. Y todos sus pensamientos confluían en uno: cómo sacar provecho del secreto que tan caro le había costado.
                          Comenzó a pensar en pedir el retiro, en marchar de viaje. Quería hacerse con el tesoro de la encantada fortuna en alguna casa de juegos de París. Pero una ocasión le ahorró los quebraderos de cabeza.
                          En Moscú se había formado una sociedad de ricos jugadores bajo la presidencia del célebre Chekalinski, un hombre que se había pasado la vida jugando a las cartas y que en su tiempo había amasado millones ganando con talones y perdiendo en dinero contante y sonante. Los largos años de experiencia le granjearon la confianza de sus compañeros, y la casa siempre abierta, su famoso cocinero y el trato amable y jovial le proporcionaron el respeto del público. Chekalinski se instaló en Petersburgo. Los jóvenes inundaron sus salones abandonando los bailes por las cartas y prefiriendo las tentaciones del faraón al atractivo del galanteo. Allí llevó Narúmov a Guermann.
                          Atravesaron una serie de salas espléndidas llenas de corteses camareros. Varios generales y consejeros privados jugaban al whist; los jóvenes se sentaban recostados en mullidos sofás, comían helado y fumaban en pipa. En el salón, tras una larga mesa alrededor de la cual se agolpaban unos veinte jugadores, se sentaba el dueño, que llevaba la banca. Era un hombre de unos sesenta años, de la más respetable apariencia; unas canas plateadas cubrían su cabeza; su cara oronda y fresca era todo afabilidad; sus ojos, animados de una constante sonrisa, brillaban. Narúmov le presentó a Guermann. Chekalinski le estrechó amistosamente la mano, le rogó que se sintiera como en su casa y siguió tallando.
                          La partida duró largo rato. Sobre el tapete había más de treinta cartas. Chekalinski se detenía tras cada tirada para dar tiempo a los jugadores a que hicieran sus apuestas; apuntaba las pérdidas, atendía cortésmente las reclamaciones y con aún mayor cortesía alisaba más de un pico doblado por alguna mano distraída. Finalmente terminó la partida. Chekalinski barajó las cartas y se dispuso a tallar de nuevo.
                          -Permítame jugar una mano -dijo Guermann alargando su brazo de detrás de un señor gordo que estaba jugando. Chekalinski sonrió, inclinó en silencio la cabeza en señal de sumiso asentimiento. Narúmov felicitó entre risas a Guermann por haber roto su largo ayuno y le deseó un buen comienzo.
                          -¡Voy! -dijo Guermann tras escribir con tiza la apuesta en su carta.
                          -¿Cuánto? -preguntó entornando los ojos el de la banca-. Perdone, no lo veo bien.
                          -Cuarenta y siete mil -contestó Guermann.
                          Al oír aquellas palabras, al instante, todas las cabezas y todas las miradas se dirigieron hacia Guermann. «¡Se ha vuelto loco!», pensó Narúmov.
                          -Permítame advertirle -dijo Chekalinski con su imborrable sonrisa-, que juega usted muy fuerte; aquí nunca nadie ha apostado más de doscientos setenta y cinco a una sola carta.
                          -¿Y bien? -replicó Guermann-. ¿Acepta usted mi carta a no?
                          Chekalinski inclinó la cabeza con el aspecto de sumiso asentimiento de siempre.
                          -Sólo quería informarle -dijo- que la confianza con que me honran los compañeros no me permite jugar con nada que no sea dinero en efectivo. Por mi parte, claro está, estoy seguro de que con su palabra basta, pero, para el buen orden del juego y de las cuentas, le ruego que coloque la suma sobre la carta.
                          Guermann extrajo del bolsillo un billete de banco y lo entregó a Chekalinski, quien, tras echarle un simple vistazo, lo colocó sobre la carta de Guermann. Lanzó dos cartas. A la derecha cayó un nueve, a la izquierda un tres.
                          -¡La mía gana! -dijo Guermann mostrando su carta.
                          Entre los jugadores se alzó un murmullo. Chekalinski frunció el ceño, pero al momento la sonrisa retornó a su cara.
                          -¿Desea retirar sus ganancias? -le preguntó a Guermann.
                          -Si tiene la bondad.
                          Chekalinski sacó del bolsillo varios billetes de banco y saldó la deuda al punto. Guermann tomó su dinero y se alejó de la mesa. Narúmov no podía recobrarse de su perplejidad. Guermann se bebió un vaso de limonada y se marchó a casa.
                          Al día siguiente por la noche se presentó de nuevo en casa de Chekalinski. El dueño llevaba la banca. Guermann se acercó a la mesa; los jugadores en seguida le hicieron sitio. Chekalinski lo saludó con una cariñosa reverencia.
                          Guermann esperó la nueva partida, colocó su carta poniendo sobre ella sus cuarenta y siete mil rublos y lo ganado el día anterior.
                          Chekalinski lanzó las cartas. A la derecha cayó un valet, a la izquierda un siete.
                          Guermann descubrió su siete.
                          Todos lanzaron un ¡ah! Chekalinski se turbó visiblemente. Contó noventa y cuatro mil rublos y los entregó a Guermann. Este los tomó impasible y al punto se alejó.
                          A la noche siguiente Guermann apareció de nuevo ante la mesa. Todos lo esperaban. Los generales y consejeros privados abandonaron su whist para ver aquella inusitada partida. Los jóvenes oficiales saltaron de sus divanes; todos los camareros se reunieron en el salón. Todos rodeaban a Guermann. Los demás jugadores abandonaron sus cartas impacientes por ver cómo acabaría aquel joven. Guermann, de pie junto a la mesa, se disponía a apuntar él solo contra el pálido pero todavía sonriente Chekalinski. Cada uno desempaquetó una baraja de cartas. Chekalinski barajó. Guermann tomó y colocó su carta cubriéndola de un montón de billetes de banco. Aquello parecía un duelo. Reinaba un profundo silencio.
                          Chekalinski lanzó las cartas, las manos le temblaban. A la derecha se posó una dama, a la izquierda un as.
                          -¡El as ha ganado! -dijo Guermann y descubrió su carta.
                          -Han matado a su dama -dijo cariñoso Chekalinski.
                          Guermann se estremeció: en efecto, en lugar de un as tenía ante sí una dama de espadas. No daba crédito a sus ojos, no comprendía cómo había podido confundirse.
                          En aquel instante le pareció que la dama de espadas le guiñó un ojo y le sonrió burlona. La inusitada semejanza lo fulminó...
                          -¡La vieja! -gritó lleno de horror.
                          Chekalinski se acercó los billetes. Guermann seguía inmóvil. Cuando se apartó de la mesa, se alzó un rumor de voces.
                          -¡Una jugada divina! -comentaban los jugadores.
                          Chekalinski barajó de nuevo las cartas; el juego siguió su curso.

                          EPÍLOGO
                          Guermann ha perdido la razón. Está en la clínica Obújov, en la habitación número 17. No contesta a ninguna pregunta y murmura con inusitada celeridad: «¡Tres, siete, as! ¡Tres, siete, dama!...»
                          Lizaveta Ivánovna se ha casado con un joven muy afable que sirve en alguna parte y posee una fortuna considerable: es el hijo del que fuera el administrador de la difunta condesa. Lizaveta Ivánovna tiene de pupila a una pariente pobre.
                          Tomski ha ascendido a capitán y se ha casado con la princesa Polina.




                          La Dama de Espadas[Cuento. Texto completo]
                          Alexandr Puchkin



                          Aleksandr Pushkin - Wikipedia, la enciclopedia libre


                          Aleksandr Sergéyevich Pushkin (ruso: Александр Сергеевич Пушкин; Moscú, 26 de mayo/ 6 de junio de 1799 – San Petersburgo, 29 de enero/ 10 de febrero de ...
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                          UNA AMABILIDAD del ESCRITOR  Luis Lopez Nieves   de http://www.ciudadseva.com/
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                          Muebles "El Canario" [Cuento] Felisberto Hernández



                          La propaganda de estos muebles me tomó desprevenido. Yo había ido a pasar un mes de vacaciones a un lugar cercano y no había querido enterarme de lo que ocurriera en la ciudad. Cuando llegué de vuelta hacía mucho calor y esa misma noche fui a una playa. Volvía a mi pieza más bien temprano y un poco malhumorado por lo que me había ocurrido en el tranvía. Lo tomé en la playa y me tocó sentarme en un lugar que daba al pasillo. Como todavía hacía mucho calor, había puesto mi saco en las rodillas y traía los brazos al aire, pues mi camisa era de manga corta. Entre las personas que andaban por el pasillo hubo una que de pronto me dijo:-Con su permiso, por favor...
                          Y yo respondí con rapidez:
                          -Es de usted.
                          Pero no sólo no comprendí lo que pasaba sino que me asusté. En ese instante ocurrieron muchas cosas. La primera fue que aun cuando ese señor no había terminado de pedirme permiso, y mientras yo le contestaba, él ya me frotaba el brazo desnudo con algo frío que no sé por qué creí que fuera saliva. Y cuando yo había terminado de decir "es de usted" ya sentí un pinchazo y vi una jeringa grande con letras. Al mismo tiempo una gorda que iba en otro asiento decía:
                          -Después a mí.
                          Yo debo haber hecho un movimiento brusco con el brazo porque el hombre de la jeringa dijo:
                          -¡Ah!, lo voy a lastimar... quieto un...
                          Pronto sacó la jeringa en medio de la sonrisa de otros pasajeros que habían visto mi cara. Después empezó a frotar el brazo de la gorda y ella miraba operar muy complacida. A pesar de que la jeringa era grande, sólo echaba un pequeño chorro con un golpe de resorte. Entonces leí las letras amarillas que había a lo largo del tubo: Muebles "El Canario". Después me dio vergüenza preguntar de qué se trataba y decidí enterarme al otro día por los diarios. Pero apenas bajé del tranvía pensé: "No podrá ser un fortificante; tendrá que ser algo que deje consecuencias visibles si realmente se trata de una propaganda." Sin embargo, yo no sabía bien de qué se trataba; pero estaba muy cansado y me empeciné en no hacer caso. De cualquier manera estaba seguro de que no se permitiría dopar al público con ninguna droga. Antes de dormirme pensé que a lo mejor habrían querido producir algún estado físico de placer o bienestar. Todavía no había pasado al sueño cuando oí en mí el canto de un pajarito. No tenía la calidad de algo recordado ni del sonido que nos llega de afuera. Era anormal como una enfermedad nueva; pero también había un matiz irónico; como si la enfermedad se sintiera contenta y se hubiera puesto a cantar. Estas sensaciones pasaron rápidamente y en seguida apareció algo más concreto: oí sonar en mi cabeza una voz que decía:
                          -Hola, hola; transmite difusora "El Canario"... hola, hola, audición especial. Las personas sensibilizadas para estas transmisiones... etc., etc.
                          Todo esto lo oía de pie, descalzo, al costado de la cama y sin animarme a encender la luz; había dado un salto y me había quedado duro en ese lugar; parecía imposible que aquello sonara dentro de mi cabeza. Me volví a tirar en la cama y por último me decidí a esperar. Ahora estaban pasando indicaciones a propósito de los pagos en cuotas de los muebles "El Canario". Y de pronto dijeron:
                          -Como primer número se transmitirá el tango...
                          Desesperado, me metí debajo de una cobija gruesa; entonces oí todo con más claridad, pues la cobija atenuaba los ruidos de la calle y yo sentía mejor lo que ocurría dentro de mi cabeza. En seguida me saqué la cobija y empecé a caminar por la habitación; esto me aliviaba un poco pero yo tenía como un secreto empecinamiento en oír y en quejarme de mi desgracia. Me acosté de nuevo y al agarrarme de los barrotes de la cama volví a oír el tango con más nitidez.
                          Al rato me encontraba en la calle: buscaba otros ruidos que atenuaran el que sentía en la cabeza. Pensé comprar un diario, informarme de la dirección de la radio y preguntar qué habría que hacer para anular el efecto de la inyección. Pero vino un tranvía y lo tomé. A los pocos instantes el tranvía pasó por un lugar donde las vías se hallaban en mal estado y el gran ruido me alivió de otro tango que tocaban ahora; pero de pronto miré para dentro del tranvía y vi otro hombre con otra jeringa; le estaba dando inyecciones a unos niños que iban sentados en asientos transversales. Fui hasta allí y le pregunté qué había que hacer para anular el efecto de una inyección que me habían dado hacía una hora. Él me miró asombrado y dijo:

                          -¿No le agrada la transmisión?
                          -Absolutamente.
                          -Espere unos momentos y empezará una novela en episodios.
                          -Horrible -le dije.
                          Él siguió con las inyecciones y sacudía la cabeza haciendo una sonrisa. Yo no oía más el tango. Ahora volvían a hablar de los muebles. Por fin el hombre de la inyección me dijo:
                          -Señor, en todos los diarios ha salido el aviso de las tabletas "El Canario". Si a usted no le gusta la transmisión se toma una de ellas y pronto.
                          -¡Pero ahora todas las farmacias están cerradas y yo voy a volverme loco!
                          En ese instante oí anunciar:
                          -Y ahora transmitiremos una poesía titulada "Mi sillón querido", soneto compuesto especialmente para los muebles "El Canario".
                          Después el hombre de la inyección se acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo:
                          -Yo voy a arreglar su asunto de otra manera. Le cobraré un peso porque le veo cara honrada. Si usted me descubre pierdo el empleo, pues a la compañía le conviene más que se vendan las tabletas.
                          Yo le apuré para que me dijera el secreto. Entonces él abrió la mano y dijo:
                          -Venga el peso.
                          Y después que se lo di agregó:
                          -Dese un baño de pies bien caliente.
                          FIN


                          Muebles "El Canario"[Cuento. Texto completo]
                          Felisberto Hernández


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                          Felisberto Hernández (n. en Montevideo, el 20 de octubre de 1902 — fallecido en Montevideo el 13 de enero de 1964) fue un escritor uruguayo que se ...
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