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                          Pierrot - Cuento - Guy de Maupassant




                          La señora Lefèvre era una dama pueblerina, una viuda, una de esas semicampesinas de lazos y sombreros adornados, una de esas personas que cecean, que adoptan en público aires de grandeza y ocultan un alma de bruta pretenciosa bajo un exterior cómico y abigarrado, como disimulan sus gruesas manos enrojecidas bajo guantes de seda. Tenía como sirvienta a una animosa campesina muy simple, llamada Rose. Las dos mujeres vivían en una casita de postigos verdes, junto a una carretera, en Normandía, en el centro de la región de Caux. Delante de la casa poseían un estrecho jardín en el que cultivaban algunas hortalizas.

                          Y sucedió que una noche les robaron una docena de cebollas. Tan pronto como Rose se percató del robo, corrió a avisar a la señora, que bajó en refajo. Fue una desolación y un terror. ¡Habían robado a la señora Lefèvre! Luego alguien robaba en el pueblo, y podía regresar. Y las dos mujeres, azoradas, contemplaban las huellas de los pasos, comentaban, suponían cómo debían haberse desarrollado los hechos: «Mire, han pasado por ahí. Han puesto los pies sobre el muro; han saltado al bancal.» Y se asustaban pensando en el porvenir. ¡Cómo iban a dormir tranquilas a partir de ahora! El asunto del robo se difundió por la zona. Los vecinos llegaron, constataron, discutieron a su vez; y las dos mujeres explicaban a cada recién llegado sus observaciones e ideas.

                          Un agricultor vecino les sugirió: «Deberían tener un perro.» Es verdad; deberían tener un perro, aunque no fuera nada más que para que les avisara. No un perro grande ¡no, por Dios! ¿Qué iban a hacer ellas con un perro grande? Sólo en comida las arruinaría. Pero sí un perro pequeño (en Normandía se les llama quin) un pequeño quin que ladrara. Cuando todos se marcharon, la señora Lefèvre analizó detenidamente la idea del perro. Después de reflexionar, ponía mil objeciones, aterrorizada al pensar en una escudilla llena de comida; pues era de esa raza parsimoniosa de señoras del campo que llevan siempre algunos céntimos en el bolsillo para poder dar limosna ostensiblemente a los pobres de los caminos y dar en las colectas del domingo. Rose, que adoraba a los animales, expuso sus razones y las defendió con astucia. Por lo que quedó decidido que tendrían un perro, un perro muy pequeño. Se pusieron a buscarlo, pero sólo encontraban perros grandes, que comían hasta hacer temblar. El tendero de Rolleville tenía uno, pequeño; pero exigía que se le pagaran dos francos para cubrir los gastos de la crianza. La señora Lefèvre declaró que estaba dispuesta a alimentar a un quin pero que no lo compraría. Y el panadero, que estaba al corriente del asunto, trajo una mañana en su coche a un extraño animal amarillo, casi sin patas, con cuerpo de cocodrilo, cabeza de zorro y una cola en trompeta, un verdadero penacho, tan grande como todo el resto del cuerpo. Uno de sus clientes quería deshacerse de él. La señora Lefèvre encontró muy hermoso a aquel perrillo inmundo, sobre todo porque no le costaba nada. Rose lo besó y luego preguntó cómo lo llamaban. El panadero contestó: «Pierrot.»

                          Lo instalaron en una antigua caja de jabón, y le ofrecieron agua para beber. Luego le presentaron un trozo de pan. Se lo comió. La señora Lefèvre, inquieta, tuvo una idea: «Cuando esté bien acostumbrado a la casa, lo dejaremos suelto. Así encontrará qué comer merodeando por el pueblo.» Lo soltaron, en efecto, lo que no impidió en absoluto que estuviera hambriento. Además, sólo ladraba para reclamar su comida; y en ese caso, ladraba con gran insistencia. Todo el mundo podía entrar en el huerto. Pierrot acudía a acariciar a cada recién llegado y permanecía mudo. Pese a todo, la señora Lefèvre se había acostumbrado a él. Incluso había llegado a quererlo y a darle de su mano, de vez en cuando, trocitos de pan mojados en la salsa del guiso. Pero no se le había ocurrido pensar en el impuesto que debería abonar por el animal, y cuando le reclamaron ocho francos -¡ocho francos, señora!- por esa birria de quin que ni siquiera ladraba, a punto estuvo de desmayarse de la impresión.

                          Y decidieron de inmediato que debían deshacerse de Pierrot. Nadie lo quiso. Todos los habitantes, a diez leguas a la redonda, lo rechazaron. Entonces, a falta de mejor solución, resolvieron que le harían «piquer du mas». «Piquer du mas», «comer marga». Se les hacía «piquer du mas» a los perros de los que sus amos querían deshacerse. En mitad de una amplia llanura, se veía una especie de choza o más bien, un pequeño techo de paja, colocado sobre el suelo. Era la entrada al margal. Un pozo, completamente perpendicular, se introduce hasta veinte metros bajo tierra, para desembocar en una serie de largas galerías de mina. Sólo bajan a esta cantera una vez al año, en la época en la que se abonan las tierras con marga. El resto del tiempo sirve de cementerio para los perros condenados; y con frecuencia, cuando se pasa cerca de aquel agujero, llegan hasta los oídos del caminante alaridos quejumbrosos, ladridos furiosos o desesperados, llamadas lamentables. Los perros de los cazadores y de los pastores huyen despavoridos de los alrededores de ese agujero que gime; y, cuando alguien se inclina sobre él, percibe un repugnante hedor de podredumbre. Allí se desarrollan terribles dramas en la oscuridad. Cuando un animal agoniza después de diez o doce días en el interior, alimentado por los restos inmundos de sus predecesores, un nuevo animal, más grueso, más fuerte sin duda, es lanzado de repente. Allí se encuentran los dos, solos, hambrientos, con los ojos brillantes. Se miran, se persiguen, dudan, ansiosos. Pero el hambre los apremia; se atacan, luchan durante mucho tiempo encarnizadamente; y el más fuerte se come al más débil, lo devora vivo.

                          Cuando estuvo decidido que le harían «piquer du mas» a Pierrot, buscaron un ejecutor. El picapedrero que binaba la carretera pidió cincuenta céntimos por hacerlo. Eso le pareció locamente exagerado a la señora Lefèvre. El peón del vecino se contentaba con veinticinco; pero aún era demasiado; y como Rose había hecho observar que más valía que ellas mismas lo llevaran, porque así no lo maltratarían por el camino y no le harían sospechar al animal lo que le esperaba, decidieron que lo harían las dos, al atardecer. Esa tarde le ofrecieron una buena sopa con un dedo de mantequilla. Se tragó hasta la última gota; y cuando removía la cola de alegría, Rose lo cogió y lo envolvió en su mandil. Iban dando zancadas, como merodeadoras, a través de la llanura. Pronto vieron el margal y llegaron a él; la señora Lefèvre se inclinó para escuchar si no gemía ningún animal. -No- no había ninguno; Pierrot estaría solo. Entonces Rose, que lloraba, lo besó y lo lanzó al agujero; las dos se inclinaron con el oído atento. Primero oyeron un ruido sordo; luego el lamento agudo y desgarrador de un animal herido, luego una sucesión de pequeños gritos de dolor, luego llamadas desesperadas, súplicas de perro que imploraba, con la cabeza levantada hacia la abertura. Ladraba , ¡oh! ¡cómo ladraba! Sintieron remordimientos, pavor, miedo inexplicable y loco, y escaparon corriendo. Como Rose iba más rápida, la señora Lefèvre le gritaba: «¡Espéreme, Rose, espéreme!»

                          Pasó la noche en medio de horribles pesadillas. La señora Lefèvre soñó que se sentaba a la mesa para comer, y que, al destapar la sopera, aparecía Pierrot dentro, que se lanzaba hacia ella y le mordía la nariz. Se despertó y creyó oírlo ladrar. Prestó atención; se había equivocado. Se durmió de nuevo y, en sueños, se encontró en una amplia carretera, una carretera interminable. De pronto, en mitad del camino, vio una cesta, una gran cesta de campesino abandonada que le infundía miedo. Terminaba, no obstante, por abrirla, y Pierrot, escondido en el interior, le agarraba la mano y no se la soltaba; y ella echaba a correr despavorida, llevando al extremo del brazo el perro colgando, con los dientes bien apretados.

                          Por la mañana temprano, se levantó medio loca, y acudió corriendo al margal. Ladraba; ladraba aún, había estado ladrando durante toda la noche. Entonces ella se puso a llorar y lo llamaba con mil nombres cariñosos. Él respondía con todas las inflexiones tiernas de su voz de perro. Quiso volver a verlo, prometiendo hacerlo feliz hasta su muerte. Corrió a casa del pocero encargado de la extracción de la marga, y le contó su caso. El hombre escuchaba sin decir nada. Cuando la señora terminó, dijo: «¿Quiere sacar a su perro? Le costará cuatro francos.» Ella se sobresaltó y todo su dolor se esfumó de repente. «¡Cuatro francos! ¡se dejaría morir! ¡cuatro francos!» Pero él añadió: «¿Cree que voy a coger mis sogas, mis manivelas, voy a instalarlo todo, e ir allí con mi chico y dejarme morder por su maldito perro, sólo por el gusto de devolvérselo? No haberlo tirado.» Se marchó indignada. - ¡Cuatro francos! Cuando regresó a casa llamó a Rose y le dio cuenta de las pretensiones del pocero. Rose, resignada, repetía: «¡Cuatro francos! es mucho dinero, señora.»

                          Más tarde propuso: «¿Y si le echáramos de comer, al pobre perro, para que no se muera?» La señora Lefèvre aceptó, contenta; y ahí las tienen, en marcha, con un gran pedazo de pan untado con mantequilla. Lo partieron en trocitos que lanzaban uno tras otro, hablándole por turnos a Pierrot. En cuanto el perro se tragaba un trozo, ladraba para reclamar el siguiente. Regresaron por la noche, y al día siguiente, y todos los días. Pero sólo hacían un viaje.

                          Y sucedió que, una mañana, en el momento de dejar caer el primer bocado oyeron de pronto un formidable ladrido en el interior del pozo. ¡Había dos! ¡habían arrojado otro perro, otro grande! Rose llamó: «¡Pierrot!» y éste ladró. Entonces se pusieron a arrojarle la comida; pero, a cada trozo, percibían una terrible pelea seguida de los gritos quejumbrosos de Pierrot, mordido por su compañero que se lo comía todo, pues era el más fuerte. De nada les servía especificar: «¡Esto es para ti, Pierrot!». Pues Pierrot, evidentemente, no obtenía nada. Las dos mujeres, sobrecogidas, se miraron; y la señora Lefèvre dijo con tono desabrido: «Yo no puedo alimentar a todos los perros que arrojen aquí dentro. Tendremos que renunciar.» Y, sofocada al pensar en todos aquellos perros viviendo a sus expensas, se marchó, llevándose el resto del pan, que empezó a comerse mientras caminaba. Rose la siguió limpiándose los ojos con una punta de su mandil azul.

                          FIN
                          «El Salto del pastor» y otros cuentos crueles, Guy de Maupassant. Introducción, traducción y notas de Esperanza Cobos Castro: Córdoba, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba, 2003, 269 págs. ISBN: 84-7801-689-9. Véase: relatosfranceses.com.
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                          Titulo y autor -Pierrot[Cuento. Texto completo]Guy de Maupassant
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                          Wikipedia -

                          Guy de Maupassant - Wikipedia, la enciclopedia libre

                          es.wikipedia.org/wiki/Guy_de_Maupassant

                          Henry René Albert Guy de Maupassant (Dieppe, 5 de agosto de 1850 - París, 6 de julio de 1893) fue un escritor francés, autor principalmente de cuentos. ...







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                          HA ENTRADO EN el BLOG/ARCHIVO de VRedondoF. Soy un EMPRESARIO JUBILADO que me limito al ARCHIVO de lo que me voy encontrando "EN LA NUBE" y me parece interesante. Lo intento hacer de una forma ordenada/organizada mediante los blogs gratuitos de Blogger. Utilizo el sistema COPIAR/PEGAR, luego lo archivo. ( Solo lo  INTERESANTE según mi criterio). Tengo una serie de familiares/ amigos/ conocidos (yo le llamo "LA PEÑA") que me animan a que se los archive para leerlo ellos después. Los artículos que COPIO Y PEGO EN MI ARCHIVO o RECOPILACIÓN (cada uno que le llame como quiera) , contienen opiniones con las que yo puedo o no, estar de acuerdo. ***** Cuando incorporo MI OPINION, la identifico CLARAMENTE,  con la unica pretension de DIFERENCIARLA del articulo original. ***** Mi correo electronico es vredondof(arroba)gmail.com por si quieres que publique algo o hacer algun comentario.
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                          Acerca de la muerte de Bieito - Cuento - Rafael Dieste



                          Fue cerca del camposanto cuando sentí removerse dentro de la caja al pobre Bieito. (De los cuatro portadores del ataúd yo era uno). ¿Lo sentí o fue aprensión mía? Entonces no podría asegurarlo. ¡Fue un rebullir tan suave!... Como la tenaz carcoma que roe, roe en la noche, roe desde entonces en mi magín enfervorizado aquel suave rebullir.Pero es que yo, amigos míos, no estaba seguro, y por tanto -comprendedme, escuchadme-, por tanto no podía, no debía decir nada.


                          Imaginaos por un instante que yo hubiera dicho:
                          -Bieito está vivo.


                          Todas las cabezas de los viejos que portaban cirios se alzarían con un pasmado asombro. Todos los chiquillos que iban extendiendo la palma de la mano bajo el gotear de la cera, vendrían en remolino a mi alrededor. Se apiñarían las mujeres junto al ataúd. Resbalaría por todos los labios un murmullo sobrecogido, insólito:


                          -¡Bieito está vivo! ¡Bieito está vivo!...


                          Callaría el lamento de la madre y de las hermanas, y en seguida también, descompasándose, la circunspecta marcha que plañía en los bronces de la charanga. Y yo sería el gran revelador, el salvador, eje de todos los asombros y de todas las gratitudes. Y el sol en mi rostro cobraría una importancia imprevista.


                          ¡Ah! ¿Y si entonces, al ser abierto el ataúd, mi sospecha resultara falsa? Todo aquel magno asombro se volvería inconmensurable y macabro ridículo. Toda la anhelante gratitud de la madre y de las hermanas, se convertiría en despecho. El martillo clavando de nuevo la caja tendría un son siniestro y único en la tarde atónita. ¿Comprendéis? Por eso no dije nada.


                          Hubo un instante en que por el rostro de uno de los compañeros de fúnebre carga pasé la leve insinuación de un sobresalto, como si él también estuviese sintiendo el tenue rebullir. Pero no fue más que un lampo. En seguida se serenó. Y no dije nada.


                          Hubo un instante en que casi me decido. Me dirigí al de mi lado y, encubriendo la pregunta en una sonrisa de humor, deslicé:


                          -¿Y si Bieito fuese vivo?


                          El otro rió pícaramente como quien dice: «Qué ocurrencias tenemos», y yo amplié adrede mi falsa sonrisa de broma.


                          También me encontré a punto de decirlo en el camposanto, cuando ya habíamos posado la caja y el cura rezongaba los réquienes.


                          «Cuando el cura acabe», pensé. Pero el cura terminó y la caja descendió al hoyo sin que yo pudiese decir nada.


                          Cuando el primer terrón de tierra, besado por un niño, golpeó dentro de la fosa contra las tablas del ataúd, me subieron hasta la garganta las palabras salvadoras... Estuvieron a punto de surgir. Pero entonces acudió nuevamente a mi imaginación la casi seguridad del horripilante ridículo, de la rabia de la familia defraudada si Bieito se encontraba muerto y bien muerto. Además de decirlo tan tarde acrecentaba el absurdo desorbitadamente. ¿Cómo justificar no haberlo dicho antes? ¡Ya sé, ya sé, siempre se puede uno explicar! ¡Sí, sí. sí, todo lo que queráis! Pues bien... ¿Y si hubiese muerto después, después de sentirlo yo remecerse, como quizá se pudiera adivinar por alguna señal? ¡Un crimen, sí, un crimen el haberme callado! Oíd ya el griterío de la gente...


                          -Pidió auxilio y no se lo dieron, desgraciado...


                          -Él sentía llorar, se quiso levantar, no pudo...


                          -Murió de espanto, le saltó el corazón al sentirse bajar a la sepultura.


                          -¡Ahí lo tenéis, con la cara torcida por el esfuerzo!


                          -¡Y ése que lo sabía, tan campante, ahí sonriendo como un payaso!


                          -¿Es tonto o qué?


                          Todo el día, amigos míos, anduve loco de remordimientos. Veía al pobre Bieito arañando las tablas en ese espanto absoluto, más allá de todo consuelo y de toda conformidad, de los enterrados en vida. Llegó a parecerme que todos leían en mis ojos adormilados y lejanos la obsesión del delito.
                          Y allá por la alta noche -no lo pude evitar- me fui camino del camposanto, con la solapa subida, al arrimo de los muros.


                          Llegué. El cerco por un lado era bajo: unas piedras mal puestas sujetas por hiedras y zarzas. Lo salté y fui derecho al lugar... Me eché en el suelo, arrimé la oreja, y pronto lo que oí me heló la sangre. En el seno de la tierra unas uñas desesperadas arañaban las tablas. ¿Arañaban? No sé, no sé. Allí cerca había una azada... Iba ya hacia ella cuando quedé perplejo. Por el camino que pasa junto al camposanto se sentían pasos y rumor de habla. Venía gente. Entonces sí que sería absurda, loca, mi presencia allí, a aquellas horas y con una azada en la mano.


                          ¿Iba a decir que lo había dejado enterrar sabiendo que estaba vivo?


                          Y huí con la solapa subida, pegándome a los muros.


                          La luna era llena y los perros ladraban a lo lejos.
                          FIN
                          *****
                          Titulo y autor 
                          Acerca de la muerte de Bieito
                          [Cuento. Texto completo]
                          Rafael Dieste

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                          Wikipedia -

                          Rafael Dieste - Wikipedia, la enciclopedia libre 

                          es.wikipedia.org/wiki/Rafael_Dieste

                          Rafael Francisco Antonio Olegario Dieste Gonçalves (Rianjo, La Coruña, España, 1899 – Santiago de Compostela, 1981) escritor español bilingüe en gallego y ...







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                          HA ENTRADO EN el BLOG/ARCHIVO de VRedondoF. Soy un EMPRESARIO JUBILADO que me limito al ARCHIVO de lo que me voy encontrando "EN LA NUBE" y me parece interesante. Lo intento hacer de una forma ordenada/organizada mediante los blogs gratuitos de Blogger. Utilizo el sistema COPIAR/PEGAR, luego lo archivo. ( Solo lo  INTERESANTE según mi criterio). Tengo una serie de familiares/ amigos/ conocidos (yo le llamo "LA PEÑA") que me animan a que se los archive para leerlo ellos después. Los artículos que COPIO Y PEGO EN MI ARCHIVO o RECOPILACIÓN (cada uno que le llame como quiera) , contienen opiniones con las que yo puedo o no, estar de acuerdo. ***** Cuando incorporo MI OPINION, la identifico CLARAMENTE,  con la unica pretension de DIFERENCIARLA del articulo original. ***** Mi correo electronico es vredondof(arroba)gmail.com por si quieres que publique algo o hacer algun comentario.
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                          Hablando mal y pronto - Arturo Pérez-reverte


                          No soy mal hablado. Al contrario. Como mi viejo amigo el maestro de esgrima Jaime Astarloa, me precio de no haber sido grosero nunca, incluso ante casos de impertinencia pertinaz. Rara vez se me escapa una palabra gruesa en el transcurso de una conversación civilizada, y lo mismo puedo decir de mis novelas. Otra cosa es esta página pecadora y semanal, donde quien se expresa no es el arriba firmante, sino un personaje literario, o algo por el estilo, situado a medias entre el novelista que soy, el reportero que fui y el ciudadano de barra de bar inclinado a ajustar cuentas con métodos y expresiones que buscan la eficacia; sobre todo considerando que estos artículos se publican en un país de autistas voluntarios, donde nadie se da por aludido a menos que `permítanme esta contradicción perifrástica que refuerza lo que pretendo decir´ le pateen directamente los huevos. 

                          Veinte años de teclear aquí con cierta desvergüenza han producido un efecto curioso. De vez en cuando me aborda gente convencida de que, para que un comentario parezca realmente mío, debe ir adobado con algún taco sonoro o concepto agresivo. Y parecen decepcionados cuando comprueban que no; que el arriba firmante puede mantener largas conversaciones sin mentar a nadie los muertos. Con amabilidad, incluso. Sin gruñir, insultar ni escupir al otro en un ojo. Me ocurre con frecuencia, sobre todo con señoras de cierta edad y educación razonable, o con periodistas: las primeras se acercan con cierto morbo expectante, casi esperando con anticipado deleite que las mandes a hacer puñetas, les digas zorra o algo así. Relamiéndose con un posible maltrato verbal cuya perspectiva las hiciera, clup, clup, clup, gotear limonada. Estilo señora finolis que acudiese por morbo a un puticlub infame, a mirar escandalizada, y la decepcionara que nadie intente robarle las joyas, o violarla. 

                          En cuanto a ciertos periodistas, a alguno se le nota mucho que acude a entrevistarte imaginando sabrosos titulares del tipo `Me cisco en la madre que te parió´; y se queda medio cortado cuando comprueba que no. Que no me cisco. Y ahí surge el problema. En tales casos, a veces cae el interrogador, incluso de buena fe, en la tentación de adornar un poco la cosa, poniendo algo de su parte. Ayudando a tu personaje a ser lo que él supone que debería ser. Sacando frases de contexto y hasta poniendo en tu boca lo que no has dicho. Completando él la cosa con el toque artístico final. Con la guinda del pastel. Algo así como si concluyera: `A mí no va a engañarme con disimulos este cabrón´. 

                          Es como lo de las fotos. Cualquiera -político, deportista, escritor- que comparezca en público ante fotógrafos sabe que nada importa que haya mantenido una compostura impecable durante la hora larga que pueda durar el asunto. Bastará que por un breve instante el individuo sienta un picor irresistible en la nariz, y se roce la punta con un dedo durante el breve espacio de dos segundos, para que relampagueen docenas de flashes, y la foto que al día siguiente publiquen los periódicos sea la del fulano tocándose la nariz; preferentemente aquéllas en las que, debido al ángulo de cámara, parezca que tiene el dedo metido dentro. 

                          Eso mismo -no lo del dedo, sino lo anterior- me ocurrió por quincuagésima vez hace unas semanas. Me hacían una entrevista, y en el curso de ésta el periodista preguntó por `los hijos de puta´, creyendo, imagino, establecer cierta complicidad semántica con el entrevistado. Como dije, rara vez utilizo expresiones malsonantes en conversaciones o entrevistas; así que todo el tiempo -conozco el paño y puse mucha atención en ello- me referí al inconcreto personal por el que se interesaba mi interrogador como `los malos´ y, con más frecuencia, `los canallas´. Precaución táctica, ésta, que resultó inútil: al día siguiente, en la transcripción de la entrevista, aparte resúmenes discutibles de conceptos más o menos complejos -hacerte hablar no como tú hablas sino como habla el redactor es frecuente en tales casos-, el autor de la información puso cuatro veces en mi boca la expresión `hijos de puta´, que con tanta precaución, la de quien en materia de periodismo fue furcia antes de ser monja, me había esforzado en evitar. 

                          Así que háganme un favor. Cuando a través de teclas ajenas me lean echando espumarajos por la boca, apliquen con cautela el beneficio de la duda sobre qué parte es genuinamente mía, y cuál corresponderá al entrevistador de turno. Porque ya les digo. En materia de hijos de puta, ni son todos los que están, ni están todos los que son.
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                          Titulo -XLSemanal - 07/11/2011

                          Hablando mal y pronto


                          1. Arturo Pérez-Reverte - Wikipedia, la enciclopedia libre

                            es.wikipedia.org/wiki/Arturo_Pérez-Reverte
                            Arturo Pérez-Reverte Gutiérrez (Cartagena, 25 de noviembre de 1951) es un escritor y periodista español, miembro de la Real Academia Española desde 2003 ...

                          2. Archivo:Arturo Pérez-Reverte.jpg - Wikipedia, la enciclopedia libre

                            es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Arturo_Pérez-Reverte.jpg
                            Archivo:Arturo Pérez-Reverte.jpg. De Wikipedia, la enciclopedia libre ...
                          3. Categoría:Novelas de Arturo Pérez-Reverte - Wikipedia, la ...

                            es.wikipedia.org/wiki/Categoría:Novelas_de_Arturo_Pérez-Reverte
                            Categoría:Novelas de Arturo Pérez-Reverte. De Wikipedia, la enciclopedia ...
                          4. Arturo Pérez-Reverte - Wikipedia, the free encyclopedia

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                            Arturo Pérez-Reverte Gutiérrez (born 25 November 1951) is a Spanish novelist ...

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                          HA ENTRADO EN el BLOG/ARCHIVO de VRedondoF. Soy un EMPRESARIO JUBILADO que me limito al ARCHIVO de lo que me voy encontrando "EN LA NUBE" y me parece interesante. Lo intento hacer de una forma ordenada/organizada mediante los blogs gratuitos de Blogger. Utilizo el sistema COPIAR/PEGAR, luego lo archivo. ( Solo lo  INTERESANTE según mi criterio). Tengo una serie de familiares/ amigos/ conocidos (yo le llamo "LA PEÑA") que me animan a que se los archive para leerlo ellos después. Los artículos que COPIO Y PEGO EN MI ARCHIVO o RECOPILACIÓN (cada uno que le llame como quiera) , contienen opiniones con las que yo puedo o no, estar de acuerdo. 
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                          Cuando incorporo MI OPINION, la identifico CLARAMENTE,
                           con la unica pretension de DIFERENCIARLA del articulo original. 
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                          Madres, burkas y marujas - Arturo Pérez-reverte


                          En 1991, mientras esperaba en Dahrán la ofensiva norteamericana para liberar Kuwait, presencié un suceso curioso. Frente al mercado Al Shula había un vehículo militar con una soldado norteamericana al volante. En Arabia Saudí está prohibido que las mujeres conduzcan automóviles; así que una pareja de mutawas -especie de policía religiosa local- se detuvo a increpar a la conductora. Incluso uno de ellos le golpeó con una vara el brazo que, con la manga de camuflaje remangada, apoyaba en la ventanilla. Tras lo cual, la conductora -una sargento de marines de aspecto nórdico- bajó con mucha calma del coche y le rompió dos costillas al de la vara. Ésa fue la causa de que durante el resto de la guerra, a fin de evitar esa clase de incidentes, la Mutawa fuese retirada de las calles de Dahrán. Pensé en eso el otro día, al enterarme de un nuevo asunto de chica con problemas por negarse a ir a clase sin el pañuelo islámico llamado hiyab. Y recuerdo la irritación inicial, instintiva, que sentí hacia ella. Mi íntimo malhumor cuando me cruzo en la calle con una mujer cubierta con velo, o cuando oigo a una joven musulmana afirmar que se cubre la cabeza en ejercicio de su libertad personal. Cómo no se dan cuenta, me digo. 

                          Cómo no les escuece igual que ácido en la cara la sumisión, tan simbólica como real, a que se someten. Recuerdo, por ejemplo, que hace cuarenta años mi madre aún necesitaba la firma de su marido para sacar dinero del banco. Y me llevan los diablos. Tanto camino, me digo. Tanta lucha y esfuerzo de las mujeres para conseguir dignidad, y ahora una niñata y cuatro fátimas de baratillo -como las llamaría el capitán Haddock- pretenden hacernos volver atrás, imponiendo de nuevo, en la Europa del siglo XXI, la sumisión irracional al hombre y a las reglas hechas por el hombre. 

                          Reclamando tolerancia o respeto para esa infamia. Pero no es tan simple, concluyo cuando me sereno. Incluso aunque digan actuar con libertad, esas mujeres siguen siendo víctimas de un mundo cuyas reglas fueron impuestas por los hombres para garantizarse el control de su virginidad, su fertilidad y su fidelidad. Después de escucharnos decir lo libres de conducta que pueden y deben ser, esa muchacha o la señora del velo van a casa y se cruzan en la escalera con el imán de su mezquita, que vive en el quinto piso, o con el chivato hipócrita que a veces incluso luce una pasa en la frente -ese moratón de pegar cabezazos en el suelo al rezar, para que todos sepan lo buen musulmán que es uno-, que vive en el segundo. Y con ellos, y con el padre, el marido o el abuelo que están en casa, esas mujeres tienen que convivir cada día, y casarse, y criar familia, y ser respetadas por una comunidad donde la religión suele estar por encima de las leyes civiles, o las inspira. 

                          Una sociedad endogámica, especializada en marcar y marginar -cuando no encarcelar o ejecutar- a quienes discrepan o se rebelan; y cuyos más radicales clérigos, esos imanes fanáticos que recomiendan a sus fieles machacar a las mujeres para que no se desmanden, son tolerados y hasta amparados, de manera suicida, por una sociedad occidental demagoga, estúpida, desorientada, con el pretexto de unos derechos y libertades que ellos mismos niegan a sus feligreses. Todo eso, en vez de ponerlos en la frontera en el acto, si son extranjeros, o meterlos en la cárcel, si son de aquí, cada vez que humillan o amenazan a la mujer en una prédica. 

                          Una sociedad, la nuestra, incapaz de plantearse el verdadero nudo del problema: si una niña que durante catorce años fue a un colegio normal, entre chicos y chicas, resuelve de pronto ponerse un pañuelo en la cabeza, es que algo con ella estuvo mal hecho. Que alguna cosa no funciona en el método; falto de una firmeza, una claridad de ideas y una persuasión que no tenemos. En todo caso, si a menudo es la mujer la que elige ser hembra sumisa en vez de sargento de marines, y con su pasividad o complicidad educa a los hijos en esclavitudes idénticas a las que ella sufrió, tampoco es justo que el Islam se lleve todas las bofetadas. En materia de esclavitudes, sumisión y transmisión de costumbres a hijas y nietas, igual de infame es el espectáculo de esas españolísimas marujas presuntamente modernas, libres y respetables, que babean en programas de televisión aplaudiendo y diciendo te queremos y envidiamos, guapa, bonita, a fulanas que encarnan lo que, en el fondo y a menudo en la forma, a ellas les habría gustado ser, y desean para sus propias hijas: analfabetas sin otra aspiración en la vida que convertirse en putizorra de plató televisivo. Y esos aplausos y admiración -hasta autógrafos les piden, las tontas de la pepitilla- me parecen tan indignos y envilecedores para las mujeres, tan turbios y reaccionarios, como un burka que las cubra de la cabeza a los pies.
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                          Madres, burkas y marujas

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                          AUTOR Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.-de Patente de corso | Web oficial de Arturo Pérez Reverte 


                          1. Arturo Pérez-Reverte - Wikipedia, la enciclopedia libre

                            es.wikipedia.org/wiki/Arturo_Pérez-Reverte
                            Arturo Pérez-Reverte Gutiérrez (Cartagena, 25 de noviembre de 1951) es un escritor y periodista español, miembro de la Real Academia Española desde 2003 ...


                          2. Archivo:Arturo Pérez-Reverte.jpg - Wikipedia, la enciclopedia libre

                            es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Arturo_Pérez-Reverte.jpg
                            Archivo:Arturo Pérez-Reverte.jpg. De Wikipedia, la enciclopedia libre ...

                          3. Categoría:Novelas de Arturo Pérez-Reverte - Wikipedia, la ...

                            es.wikipedia.org/wiki/Categoría:Novelas_de_Arturo_Pérez-Reverte
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                          4. Arturo Pérez-Reverte - Wikipedia, the free encyclopedia

                            en.wikipedia.org/wiki/Arturo_Pérez-Reverte - Traducir esta página
                            Arturo Pérez-Reverte Gutiérrez (born 25 November 1951) is a Spanish novelist ...
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                          Cuando incorporo MI OPINION, la identifico CLARAMENTE,
                           con la unica pretension de DIFERENCIARLA del articulo original. 
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